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13 de julio de 2011

Compendio de la Doctrina Cristiana.

La Moral o los deberes que hay que cumplir para merecer el Cielo.--->
<---¿Por qué somos Católicos?


Apéndice 3° Parte:
Compendio de la Doctrina Cristiana


Este compendio ha sido corregido y aumentado según el vigente Código de Derecho Canónico. Promulgado por la Autoridad de Juan Pablo II, Papa. Dado en Roma, el dia 25 de Enero de 1983. (N. del T.)

Esta doctrina comprende:

1°, las verdades que hay que creer;

2º, los deberes que hay que practicar;

3°, los medios que hay que adoptar para conseguir la salvación eterna.

La doctrina cristiana es la que Jesucristo reveló a los Apóstoles y que nos enseña por medio de la Iglesia Católica.

I. DOGMA O VERDADES QUE HAY QUE CREER.

Las verdades que debemos creer están contenidas, en compendio, en el Credo o Símbolo de los Apóstoles:

hay en la Iglesia tres Símbolo o Credos principales:

1º El de los Apóstoles, que se reza fuera de la Santa Misa y regularmente en las oraciones de la mañana y de la noche. Es la profesión de fe más antigua.
Los Apóstoles lo compusieron antes de separarse para ir a predicar el Evangelio.

2º El Símbolo de Nicea, que se reza o canta en la Santa Misa.
Fue compuesto el año 325 en el Concilio de Nicea, primer Concilio general, para afirmar más solemnemente la divinidad de Jesucristo.

3º El Símbolo de San Atanasio que deben rezar los Sacerdotes en el Oficio divino de ciertos domingos: expone minuciosamente los misterios de la Santísima Trinidad y de la Encarnación.Estos diversos Símbolos no se diferencian entre sí más que por la manera de exponer los misterios de la Religión, con más o menos pormenores.

El símbolo de los Apóstoles se divide en tres partes y comprende doce artículos.

La primera parte se refiere a Dios Padre y a la obra de la Creación.

La segunda se refiere a Dios Hijo y a la obra de la Redención.

La tercera se refiere al Espíritu Santo y a la obra de la santificación de los hombres que lleva a cabo mediante la Iglesia.

El Credo es la historia de los beneficios que Dios ha hecho al hombre.
Vamos a dar una breve: explicación de sus artículos. (Puede verse la explicación del Credo en el Catecismo de la Iglesia Católica).

1º CREO EN DIOS PADRE TODOPODEROSO, CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA.

1º Creo en Dios.


Tengo por verdad cierta que hay un Dios y que solamente hay uno.
"Dios es eterno": ha existido y existirá siempre.

Dios es un Espíritu puro: no tiene cuerpo, y por eso nuestros ojos no pueden verlo.

Está presente en todas partes, lo ve todo y lo conoce todo, hasta los pensamientos más ocultos, hasta los sentimientos más íntimos.

Es infinitamente Bueno, Justo y Santo; posee, en una palabra, todas las perfecciones, todas las buenas cualidades, en grado infinito.


Su naturaleza es el océano, la plenitud de todo lo que es Bueno y Perfecto, la plenitud del Ser, de la Vida, de la Bondad, de la Belleza, de la Sabiduría y de todos los bienes:
o mejor, es el Ser, la Vida, la Verdad, la Belleza, la Bondad misma, porque es todo esto por esencia.
Una cosa buena puede dejar de serlo; pero la Bondad es siempre buena; es su esencia misma.

Dios gobierna todas las cosas con su Providencia y nada acontece en este mundo sin su orden o permiso.
Él es Señor absoluto de todas las cosas:
y el primer deber del hombre es, conocerle, amarle y servirle en la tierra, para verlo y poseerlo un día en el cielo.

2º CREO EN DIOS PADRE.

No hay más que un solo Dios, pero este Dios subsiste en tres Personas realmente distintas:
el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

El Padre es el principio; el Hijo es engendrado por el Padre; y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.

El Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios, pero no son tres dioses, sino un solo Dios verdadero en tres Personas, perfectamente iguales, no teniendo las tres más que una sola y misma naturaleza o substancia.

Cree pues, que Dios único en esencia, subsiste en tres personas:
esto es lo que se llama el misterio Ide la Santísima Trinidad.

Nosotros no vemos cómo esto sea posible, porque no comprendemos los términos:
naturaleza divina y persona divina; sólo sabemos que la naturaleza no es la persona;
lo que nos basta para ver que no hay contradicción en este misterio de un solo Dios en tres personas.

En nuestra alma tenemos una imagen de la Trinidad Augusta.
Nuestra alma existe; produce su pensamiento y ama este pensamiento.
Así, nuestra alma es, a la vez, principio, pensamiento y amor, y estas tres cosas distintas permanecen unidas y no forman más que un solo yo indivisible.

Pues lo mismo sucede en la naturaleza divina:
el Padre existe desde toda la eternidad, se conoce a sí mismo y este conocimiento produce el Verbo o el Hijo.
El Padre conoce y ama a su Hijo, y es conocido y amado por éste; de ese amor eterno del Padre y del Hijo procede el Espíritu Santo, que es Dios como el Padre y el Hijo.

3º CREO EN DIOS PADRE TODOPODEROSO, CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA.

Todas las obres que Dios hace fuera de Él son la obra de la Trinidad entera:
Sin embargo, la Sagrada Escritura atribuye al Padre la Creación, al Hijo la Redención, al Espíritu Santo la Santificación.

Dios ha creado el cielo y la tierra y todo lo que hay en ellos. Para hacer una obra, el hombre necesita de materiales: ladrillos o piedras, el albañil; madera, el carpintero, etc.
Dios lo ha sacado todo de la nada por su omnipotencia: éste es el misterio de la Creación.

El poder de Dios es infinito.

Nada es imposible para Dios; excepto lo que implica pecado o contradicción.
Creó el universo con una sola palabra; y del mismo modo podría crear millares de mundos nuevos; conserva la existencia de las criaturas, que caerían en la nada sin el auxilio de la omnipotencia.

Todo le es igualmente fácil tanto en el orden de la gracia como en el de la naturaleza.
Usa de este poder como mejor le place, con una libertad perfecta; de acuerdo con las miras de su sabiduría y de su santidad infinitas.

Creación de los Ángeles.

Las criaturas de Dios más perfectas son los Ángeles y los hombres.
Los Angeles son espíritus puros, libres e inmortales, que Dios ha creado para su gloria y su servicio:
Los creó en estado de santidad: les dio, con la vida natural, la vida sobrenatural de la gracia, mediante la cual debían, después de una corta prueba, alcanzar su fin sobrenatural: la visión beatífica.

Unos, abusando de su libertad, se rebelaron contra Dios por orgullo:
estos Ángeles malos, o demonios, fueron arrojados del cielo y precipitados en el infierno;
su ocupación es tentar a los hombres en la tierra y atormentar a los réprobos en el infierno.

Otros, los Ángeles buenos, fueron puestos para siempre en posesión del cielo, donde están ocupados en adorar a Dios, en bendecirle y en ejecutar sus órdenes.

Dios da a cada uno un ángel guardián que ora por nosotros y cuida de nuestra alma y de nuestro cuerpo. Debemos respetarle, honrarle, invocarle, darle gracias y seguir sus inspiraciones.

Creación del hombre.

El hombre es una criatura racional compuesta de cuerpo y alma:
Dios le creó con el mismo destino que los Ángeles; conocer, amar y, servir a Dios para merecer la felicidad del cielo.

Al crear a Adán y Eva, el primer hombre y la primera mujer, padres del género humano, Dios les dio una doble vida: la vida natural, propia de la naturaleza humana, y la vida sobrenatural de la gracia.
Esta vida hacía al hombre hijo de Dios por adopción, le elevaba al orden sobrenatural y le hacía capaz de alcanzar su fin sobrenatural:
la visión intuitiva de Dios o a participación de la bienaventuranza infinita de Dios mismo.

Además de los dones propios de la naturaleza humana, Dios concedió a nuestros primeros padres dos clases de privilegios puramente gratuitos.

Los unos, preternaturales, servían para perfeccionar a la naturaleza y para hacer al hombre mas feliz; estos bienes que no eran debidos a la naturaleza humana eran cuatro:

1º, la ciencia infusa (dominio de la creación completa);

2º, la rectitud de la voluntad, o sea la inclinación del corazón hacia el bien (integridad);

3º, la exención de sufrimiento (impasibilidad);

4º, la exención de la muerte (inmortalidad).

Los otros privilegios eran sobrenaturales, no solamente no eran debidos a nuestra naturaleza humana, sino, que la elevaban por encima de ella misma; tales son: la Gracia Santificante, las Virtudes Infusas, los Dones del Espíritu Santo.

La Redención de Jesucristo nos ha merecido los bienes sobrenaturales, necesarios para entrar en el cielo; pero no nos ha devuelto los dones preternaturales, concedidos a Adán y a Eva en el Paraíso terrenal.

Caída del hombre.

Pecado original.

Dios colocó a Adán y a Eva en un Jardín de delicias, llamado Paraíso terrenal.
Debían vivir allí en la inocencia hasta el momento en que, sin morir, hubieran subido al cielo. Sin embargo, tenían que merecerlo, como los Ángeles, por su fidelidad.

Con este fin, Dios les impuso un precepto severo, pero fácil de cumplir: les prohibió, bajo pena de muerte, comer de los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal.

El demonio, ocultándose bajo la forma de una serpiente, los indujo a que desobedecieran a Dios. Comieron de la fruta prohibida, cometiendo así un pecado gravísimo en sí mismo y en sus circunstancias.

Por su desobediencia, Adán y Eva perdieron la vida sobrenatural de la gracia y todos los dones preternaturales que la acompañaban: quedaron reducidos a la condición de esclavos del demonio, sujetos a la condenación eterna y a multitud de miserias del cuerpo y del alma.

Estas miserias son: la ignorancia, la concupiscencia, los sufrimientos y la muerte eterna.

Pero Adán no perdió para él solo la gracia y la felicidad, las perdió para todos sus descendientes.
Adán, cabeza física y moral de la humanidad, tenía por misión transmitir a sus descendientes, junto con la vida natural, la sobrenatural, como un bien de familia cuya administración le estaba encomendada.

Por desgracia, el padre y representante del género humano pecó, y por el pecado perdió para sí y para su posteridad la vida de la gracia.
Privado de esta herencia común, no pudo ya transmitirla a sus descendientes.

Nacemos, pues, privados de la gracia de Dios, desheredados del cielo, y sujetos a numerosas miserias.
Este estado de desgracia, en que nacemos por culpa del pecado de Adán, se llama pecado original, que no es un pecado actual, sino un estado de pecado y de desgracia, resultante de la rebelión de nuestro primer padre contra Dios.

Los únicos entre los descendientes de Adán que no contrajeron el pecado original, son Jesús y su bendita Madre, María Santísima.
El Hijo de Dios, la santidad misma, no podía unirse a una naturaleza manchada.

María, destinada a ser Madre de Dios, fue exceptuada de la ley universal, por privilegio y en virtud de los méritos futuros del Redentor.

Nada más fácil de justificar que este dogma del pecado.
¿Qué hubiera sucedido si, antes de tener hijos, Adán se hubiera suicidado?

Hubiera matado en su persona a todo el género humano. No siendo más que un cadáver no hubiera podido dar la vida corporal a los que debían nacer de él.
El género humano quedaba, pues, sepultado en una muerte eterna, siempre que Dios, autor de la vida, no interviniera para resucitar a Adán.

De la misma suerte cometiendo el suicidio espiritual del pecado, el jefe de la humanidad hirió de muerte espiritual a toda la raza.
Sus hijos podían nacer todavía según la Carne y recibir de él la vida corporal, pero no la vida espiritual, perdida en su fuente.

Sin embargo, Dios se compadeció del género humano y prometió a Adán un Redentor que expiara su culpa y le devolviera la gracia perdida.
Conservó en la humanidad la esperanza de este Redentor, mediante promesas, figuras y profecías.

2º CREO EN JESUCRISTO, SU ÚNICO HIJO, NUESTRO SEÑOR.

¿Quién será este Redentor?

Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre por nuestro amor.

Jesús quiere decir: Salvador, porque el Hijo de Dios vino para salvarnos y rescatarnos.

Cristo significa: Ungido o consagrado, porque el Hijo de Dios ha sido consagrado por su divinidad como Rey, Sacerdote y Profeta.

Él es Nuestro Señor, es decir, nuestro soberano Dueño: como Creador, nos ha creado;
como Salvador, nos ha rescatado y pagado con el precio infinito de su Sangre divina.

Después del pecado, Dios era perfectamente libre para dejarnos perecer; nada le obligaba a salvar al hombre perdido por su propia culpa.
Dios podía también contentarse con una satisfacción incompleta, como la que podía dar la criatura; entonces se hubiera ejercitado sólo la misericordia y la justicia hubiera tenido que renunciar a sus derechos.

Pero Dios quiso dar a su justicia y a su misericordia una satisfacción igual.

La reparación plena y entera del pecado declamaba la Encarnación de una Persona divina.
La injuria hecha a Dios por el pecado del hombre es infinita, puesto que la gravedad de la ofensa se mide por la dignidad de la persona ofendida, y Dios posee una dignidad infinita.

Por consiguiente, para ofrecer a Dios una satisfacción igual a la ofensa, es decir, infinita, era necesario un mediador que fuera a la vez Dios y hombre.
Como Hombre, podía sufrir y expiar por nosotros; como Dios, podía dar a sus sufrimientos y a su expiación un valor infinito, un valor capaz de reparar nuestras faltas, de saldar nuestras deudas, de pagar nuestro rescate y de recuperar la gracia:
Por esto el Hijo de Dios se hizo hombre.

La unión de la naturaleza divina y la naturaleza humana en la misma y única persona del Hijo de Dios se llama el misterio de la Encarnación: Et Verbum caro factum est.
Y el Verbo se hizo Carne (Jn. 1, 14).

Encarnarse, es tomar un cuerpo y un alma, es hacerse hombre, hacerse ser humano.

Antes de la Encarnación, la Segunda persona de la Santísima Trinidad se llama el Hijo de Dios o el Verbo de Dios.
Después de su Encarnación, le llamamos también Nuestro Señor Jesucristo.

Él es Dios y hombre juntamente.

Como Dios, posee la misma naturaleza divina que el Padre y el Espíritu Santo y como Dios hecho hombre, posee también la naturaleza humana, es decir, un cuerpo y un alma semejantes a los nuestros.

El Hijo de Dios se hizo hombre sin dejar de ser Dios.
Él, nada ha perdido de su divinidad encarnándose, de la misma forma que un rey no perdería nada de su realeza vistiéndose de harapos para ir a socorrer con más facilidad a los pobres.

Es, pues, verdaderamente Dios como el Padre y el Espíritu Santo.

Jesucristo es también verdaderamente hombre como nosotros.
Tomó un cuerpo semejante al nuestro, nació como los otros niños, creció como ellos y como los demás descendientes de Adán, tuvo hambre y sed, sufrió y murió…

Tomó un alma semejante a la nuestra, pero mucho más perfecta.
El alma de Jesucristo es una criatura espiritual, inteligente, libre, e inmortal:
Residen en ella todos los tesoros de la gracia, de la sabiduría, de la ciencia.
Nunca estuvo manchada por el pecado ni turbada por la concupiscencia; su belleza encanta a los Ángeles y a los elegidos.

Hay por consiguiente, en Jesucristo, dos naturalezas:
la naturaleza divina y la naturaleza humana;
dos inteligencias: divina una y humana otra;
dos voluntades: la voluntad divina y la voluntad humana;
dos operaciones: la divina y la humana.

Estas dos naturalezas, perfectamente distintas, están indisolublemente unidas y pertenecen a una sola y misma persona, la persona divina del Hijo de Dios.

La unión de estas dos naturalezas en Jesucristo se llama "hipostática o personal".

Se llama persona a lo que obra en nosotros, a lo que manda; a lo que es responsable, a lo que dice: Yo.
En todos los otros hombres, la naturaleza humana está dotada de personalidad: cada uno tiene su yo propio, independiente.

En Jesucristo, la naturaleza humana tiene el privilegio de no tener personalidad propia y ser gobernada por la persona del Hijo de Dios.
Por eso no hay en Jesucristo más que una sola persona, un solo principio de responsabilidad, un solo sujeto, un solo yo, un yo divino, el yo del Hijo de Dios.

Tenemos en el hombre una imagen sorprendente de esta unión de dos naturalezas en una sola Persona.
El hombre se compone de dos cosas:

el cuerpo y el alma que son dos substancias diferentes.
El cuerpo y el alma reunidos hacen un solo hombre, porque no tienen para los dos más que una sola persona.

De la misma manera, la naturaleza divina y la naturaleza humana, unidas en la persona del Verbo, no hacen más que un solo Jesucristo.

El hombre se atribuye las operaciones de su alma y de su cuerpo; así se dice: el hombre piensa, digiere, aunque sea el cuerpo solo el que digiere y el alma sola la que piensa.

Así también se atribuyen a Jesucristo las operaciones propias de la naturaleza divina y las de la naturaleza humana.
Se dice, por ejemplo: Dios ha sufrido, ha muerto, o bien: en Jesucristo un hombre es Dios, un hombre es Todopoderoso, Eterno, etcétera.

Siendo Jesucristo Dios y hombre a la vez, en una sola Persona, se pueden afirmar de Él cosas que parecen contradictorias, pero que, en realidad no lo son, porque expresan las propiedades de sus dos naturalezas diferentes.
Así como yo obro espiritualmente por mi alma y materialmente por mi cuerpo, así Jesucristo obra divinamente por su naturaleza divina y humanamente por su naturaleza humana.

De la Encarnación del Hijo de Dios se derivan tres consecuencias:

1º La naturaleza humana en Jesucristo es adorable, porque es la humanidad del Hijo de Dios.

2º Todas las acciones de Jesucristo, tienen un valor infinito porque son hechas por una persona divina: son las acciones de un Dios.

3º La Virgen Madre es realmente Madre de Dios, porque es Madre de Jesucristo que es Dios.

Conclusión.

El hijo de Dios ha tomado la naturaleza humana y, permaneciendo Dios como su Padre, es hombre como nosotros, es uno de los Hijos de la gran familia de Adán, incorporado a nuestra raza.

Este hombre-Dios puede tratar con Dios, puede reparar los pecados de sus hermanos de adopción y rescatar la vida divina perdida.

De este modo, la vida espiritual de la Gracia se le devuelve al género humano.
El Hombre-Dios, el Cristo, el nueva Adán, se convierte en Padre y Cabeza del linaje humano, en cuanto a la gracia y en cuanto a la gloria:
“Dios ha amado tanto al mundo, que le ha dado a su Hijo único…
Y el Verbo se hizo Carne y habitó entre nosotros…
Y vino para que tuviéramos la vida, y una vida más abundante” (Jn. 3, 16; 1, 14; X, 10).

Resultados.

De la Encarnación del Hijo de Dios resultan:

la confusión del demonio, el honor del hombre y la gloria de Dios.

1º La confusión del demonio que después de haber triunfado del primer hombre ve su imperio deshecho por el Mesías.

2º El honor de la naturaleza humana que está rehabilitada delante de Dios reintegrada en sus derechos, unida a la divinidad en la persona de Cristo y, gracias a esta unión, adornada en Él con todas las perfecciones divinas, colmada de todas las gracias que es capaz de recibir.

3º La gloria de Dios, puesto que la Encarnación es una obra más admirable que la creación del universo. La Encarnación manifiesta de una manera más luminosa las perfecciones divinas y nos recuerda la Omnipotencia de Dios, su Justicia y su Misericordia.

Además, como Jesucristo resume en sí todos los seres creados:
el mundo de los espíritus por su alma, el mundo material por su cuerpo, ofrece a Dios, en nombre de la creación entera homenajes de adoración, de agradecimiento y de amar que son plenamente dignos de la majestad del Creador.
Cada uno de estos homenajes es más agradable a Dios que todos los actos de virtud de los Ángeles y de los Santos juntos.

3º CREO EN JESUCRISTO, QUE FUE CONCEBIDO POR OBRA Y GRACIA DEL ESPÍRITU SANTO, Y NACIÓ DE SANTA MARÍA VIRGEN.

¿Cómo se realizó el misterio de la Encarnación?

Este misterio se realizó, por obra del Espíritu Santo, en el seno de la Virgen María, es decir, por un milagro de la Omnipotencia de Dios.

El Hijo de Dios, para hacerse hombre, se eligió una Madre.
El inefable honor de tal maternidad fue conferido a María Virgen, de la tribu de Judá, de la familia de David, hijo de San Joaquín y Santa Ana, esposa de San José.

Dios quiso ocultar, bajo el velo de un matrimonio virginal, la Encarnación de su Hijo, protegiendo a la vez, el honor de su Madre, la vida del Niño, el secreto de sus proyectos. Por eso María se casó con San José, descendiente de David, y unido a Dios, como ella, por el voto de virginidad. (Véase:Bossuet, Discursos sobre San José).

Desde toda la eternidad, Dios había predestinado a María Santísima para esta sublime misión.
No le dio bienes de la tierra, puesto que María fue pobre, pero la preservó del pecado original, la libró de la concupiscencia, la hizo Inmaculada en su Concepción y la colmó de gracias.

El día fijado en los decretos divinos, el Ángel Gabriel se apareció a María en su humilde casita de Nazaret, y le anunció que Dios la había elegido para Madre del Mesías:
María pregunta ¿cómo será? ya que tenía hecho un voto de virginidad perpetuo.

El mensajero celestial le aclara diciéndole:
“El Espíritu Santo descenderá sobre ti y te cubrirá con su sombra” (Luc. 1, 35).
La Santísima Virgen contestó: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.

Tan pronto como la Santísima Virgen prestó su consentimiento, el Espíritu Santo, por un prodigio incomparable, contrario a las leyes de la naturaleza, formó de la Sangre purísima de María, un cuerpo humano perfectísimo; Dios Padre formó de la nada un alma semejante a la nuestra, pero más bella, santísima, inmaculada, y la unió a aquel cuerpo y, en el mismo instante, a ese cuerpo y a esa alma se unió el Hijo de Dios con un lazo indisoluble: Et Verbum caro factum est, y el que era Dios, sin dejar de serlo, quedó hecho hombre.

La Encarnación, pues, se hizo por abra milagrosa del Espíritu Santo, sin que María dejara de ser virgen.
Así se realizó la célebre profecía de Isaías:
“Una virgen concebirá y dará a luz un hijo” (Is, 7, 14).

La Iglesia celebra todos los años el aniversario de la Encarnación del Hijo de Dios el 25 de marzo, fiesta de la Anunciación.

La Encarnación del Hijo de Dios ocupa un lugar tan importante en los anales del género humano, que todos los pueblos cristianos datan desde ese hecho los acontecimientos de la historia.

Así, en el momento en que escribirnos estas líneas, hace más de mil novecientos años que el Hijo de Dios se hizo hombre. Tres veces al día, el Ángelus, tañido por todas las campanas de la cristiandad, recuerda este gran misterio al mundo Católico.

Jesucristo, como Dios, tiene por padre al Padre eterno, y no tiene madre; como hombre, Jesucristo no tiene padre y tiene por madre a la Virgen María.
Jesucristo es, pues, el Hijo de Dios e hijo de María Virgen.

La Santísima Virgen se ha convertido en Madre de Dios porque Jesucristo, su Hijo, es Dios: es la Madre de Dios, aunque no le haya dado la divinidad, como la madre de un rey es madre del rey, aunque no le haya dado la realeza; o como nuestras madres son madres de un hombre aunque no intervengan para nada en la creación de nuestras almas.

Dios he conferido a María el honor de ser Madre sin dejar de ser Virgen; y este gran milagro Dios lo renueva en el nacimiento del Salvador.
A la manera que el sol pasa por un cristal sin romperlo ni mancharlo, así el Hijo de Dios hecho hombre salió del seno de María sin alterar en nada la virginidad de su Madre.

Por eso, en el parto María Santísima no tuvo dolor. La perpetua virginidad de María, antes del parto, en el parto y después del parto es un artículo de fe.

La Maternidad divina es para María el fundamento de todos sus privilegios.
Esta dignidad incomparable de Madre de Dios la dota de una santidad perfecta, de un poder ilimitado de intercesión Y le da derecho a un culto especial.

a) Una santidad perfecta.

Como Madre de Dios, María es evidentemente una criatura aparte, única, con la cual nada puede ser comparado.

¿Cómo no había Dios de santificar a su Madre y acumular sobre ella los favores más excepcionales?

El amor que le profesaba, el respeto que se debía a sí propio, eran dos razones suficientes para colmarla de gracias sin límite y sin medida.

Por eso:

1º María es Inmaculada en su Concepción, es decir, exenta del pecado original desde el primer instante de su existencia.

2º Fue preservarla de todo pecado actual, aun del más leve, y de toda imperfección durante toda su vida.

3º Recibió todos los dones sobrenaturales de la gracia en grado supremo, gracia que ella devolvió sin cesar por sus méritos; gracia, en fin, más abundante, según el sentir de los más ilustres teólogos, que la de todos los Ángeles y de todos los Santos reunidos.

4º Su mismo cuerpo no conoció la corrupción de la tumba, sino que, devuelto a la vida por una resurrección anticipada, fue transportada al cielo.

5º Finalmente, María ha sido elevada sobre todas las criaturas, aun las más perfectas, e instituida Reina de los Ángeles y de los Santos.

b) Poder ilimitado de intercesión.

María goza en el cielo de una omnipotencia suplicante, porque está segura de obtener de Dios, su Hijo, todo lo que pida en favor de los hombres.

Y para honrar a su Madre bendita, Jesucristo ha depositado en manos de María todos los frutos de la Redención; todas las gracias necesarias para la salvación nos llegan par intermedio de María. Es el canal, la dispensadora de los favores divinos.

c) Hay que rendir a María un culto especial.

Es imposible honrar a Jesucristo y no honrar a María Santísima.
Rendir culto a la Virgen Madre es proclamar la divinidad del Hombre_Dios.
Y ésta es la razón por la cual la Iglesia honra a María con un culto especial, llamado "Hiperdulía", y coloca en su poderosa intercesión una confianza universal, ilimitada, confianza recompensada con innumerables milagros.

Jesucristo nació en Belén, en la noche del 25 de diciembre.
Tuvo por asilo un establo y por cuna un pesebre. Su nacimiento fue anunciado por los Ángeles y los Pastores y a los Magos de Oriente por una estrella milagrosa.
Ocho días después fue circuncidado y llamado Jesús, es decir, Salvador.

Vivió en el trabajo, en la pobreza, en la humildad y en la práctica de todas las virtudes. Después de treinta años de una vida oculta, empezó su vida pública.
Durante tres años ejerció su apostolado en Judea y en Galilea.
Anunció el Evangelio, probó su divinidad con grandes y patentes milagros y formó a los Apóstoles, que debían continuar su obra en la tierra.

4º CREO EN JESUCRISTO, QUE PADECIÓ BAJO EL PODER DE PONCIO PILATOS, FUE CRUCIFICADO, MUERTO Y SEPULTADO.

Jesucristo había venido a rescatar al mundo, perdido por el pecado.
En la época en que Poncio Pilatos era gobernador romano de la Judea, Hijo de Dios hecho hombre sufrió, en su cuerpo y en su alma, los más crueles tormentos para expiar nuestras culpas.

Sufrió la agonía en el Huerto de los Olivos y, luego, la flagelación, la coronación de espinas en el pretorio de Pilatos.
Después de haber soportado todo género de humillaciones y de ultrajes, fue clavado de pies y manos en una cruz. Por último, al cabo de tres horas de atroces sufrimientos, murió el Viernes Santo, hacia las tres de la tarde.

El misterio de Jesucristo muerto en la cruz por rescatar a los hombres, librarlos de la esclavitud del demonio y abrirles el cielo es el misterio de la Redención. Jesucristo ha satisfecho a la justicia divina por nuestros pecados y ha merecido la gloria del cielo y las gracias necesarias para alcanzarla.

La palabra Redención significa la acción de rescatar pagando cierta cantidad.

¿En qué consiste la obra de la Redención?

La obra de la Redención realizada por Jesucristo es, al mismo tiempo, una liberación, una reconciliación y una restauración.

1º Una liberación. Ya que:

a) El género humano, a consecuencia del pecado original, había quedadte bajo el dominio del espíritu del mal.

b) Cada hombre en particular, esclavo del pecado y del demonio, privado del socorro de la gracia, no podía, por sus solas fuerzas, romper las cadenas de su esclavitud, ni merecer el cielo.

2º Una reconciliación, porque el pecado original había atraído la cólera divina sobre toda la humanidad, representada y contenida en la persona de Adán.
He ahí por qué Jesucristo es el Mediador entre Dios y los hombres:
Él se interpone entre el cielo y la tierra culpable para reconciliarlos; con su Sangre divina borró la sentencia de condenación dictada contra la humanidad por la justicia divina.

3º La Redención es también una restauración, puesto que la naturaleza humana, despojada de sus dones sobrenaturales, viciada por el pecado de nuestros primeros padres, no ofrecía a los ojos del Creador, más que el espectáculo lamentable de un edificio en ruinas.

La Redención es obra de un Hombre-Dios.

Un hombre no podía ni reparar el mal que había sufrido la naturaleza humana ni satisfacer completamente por ella. Por otra parte, un Dios no puede ni sufrir, ni morir. Sólo Jesucristo Dios y hombre juntamente, podía rescatarlos.

Él sufre como hombre y como Dios da a sus sufrimientos un valor infinito, capaz de pagar con exceso toda la deuda de género humano.

Cualidades de la Redención de Jesucristo.
Esta satisfacción presenta tres caracteres: es libre, superabundante y universal.

1º Es libre.

Jesucristo se ofreció voluntariamente en sacrificio: no teniendo nada suyo que expiar, ha dado su Sangre y su vida por los hombres culpables, únicamente porque quiso.

2º Es superabundante.

Jesucristo, siendo Dios, podía realizar la redención de los hombres con una sola gota de Sangre, etcétera; la menor de sus acciones era de un valor infinito y suficiente para nuestro rescate.

Pero este bondadoso y generoso Salvador no se contentó con lo estrictamente necesario; quiso hacer más: sufrir todo lo que es posible sufrir, a fin de probarnos con eso el exceso del amor que nos tiene, merecernos gracias más abundantes, inspirarnos un horror mayor al pecado y hacernos conocer mejor el valor de nuestra alma.

3º Es universal.

Jesucristo murió por todos y por cada uno de nosotros sin excepción; por los justos como por los pecadores, por los réprobos como por los escogidos.
Tomó sobre sí y expió los pecados del mundo entero.
Su Redención, aceptada por su Padre, se extiende a todos los tiempos, a todos los pueblos, a todas las razas, sin distinción, a todo el universo entero,

Aplicación individual de los frutos de la Redención.

No basta que Jesucristo haya muerto por todos los hombres; es necesario que las satisfacciones y los méritos del Redentor nos sean aplicados.
Para eso también son necesarias ciertas condiciones de parte nuestra.
Dios, que nos ha creado sin nosotros, no quiere salvarnos sin nosotros.

La Redención de Cristo es un remedio infalible contra la muerte eterna; pero para sanar, cada uno debe tomarlo voluntariamente por sí mismo.
Es un tesoro inagotable de gracias, pero también hay que ir a tomarlas personalmente.

Por eso se verifica que:

1º El sacrifico de expiación, ofrecido por Jesucristo en la Cruz, no nos dispensa de satisfacer nosotros mismos por nuestras pecados; únicamente nuestra penitencia, que por sí sola sería estéril e ineficaz, unida por la fe a los sufrimientos del Salvador, adquiere la virtud de calmar la justa ira de Dios.

2º Los méritos adquiridos por Jesucristo no se pueden adquirir por nosotros mismos, sino através la observancia de los mandamientos y la práctica de las virtudes cristianas.

Debemos trabajar personalmente para merecer el galardón eterno de nuestras buenas obras.
Estas, por sí mismas, no tienen valor alguno sobrenatural, y por consiguiente, no pueden merecer la felicidad del cielo; pero cuando están hechas con espíritu de fe, en unión con Jesucristo, participan del valor infinito de las obras del Redentor (Servais; Resumen de la doctrina Cristiana).

Jesucristo, después de su muerte, fue bajado de la cruz, envuelto en sábanas y sepultado en un sepulcro nuevo, tallado en la roca del Calvario.
Los príncipes de los sacerdotes hicieron sellar la piedra que cerraba el sepulcro y confiaron su custodia a un piquete de soldados:
Estas medidas de precaución vinieron a ser beneficiosas para nuestra fe: los guardas apostados junto al sepulcro fueron luego los primeros testigos de la resurrección del Hombre-Dios.

5º CREO EN JESUCRISTO, QUE DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS Y AL TERCER DÍA RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS.

Cuando murió Nuestro Señor su alma quedó separada de su cuerpo, pero la divinidad quedó siempre unida a su cuerpo y a su alma.
Su cuerpo fue colocado en el sepulcro y su alma descendió a los infiernos, es decir, al Limbo de los justos, para visitar a las almas de estos muertos antes de su venida y anunciarles su próxima liberación.

Desde el pecado de Adán, el cielo estaba cerrado; Jesucristo acababa de abrirlo con su pasión y muerte en la cruz, y así anunció a estas santas almas, que suspiraban por su venida, que, después de cuarenta días, entrarían triunfantes con Él en el cielo.

Los profetas habían vaticinado que el cuerpo del Mesías no quedaría en el sepulcro, y Jesús en persona había asegurado que resucitaría al tercer día después de su muerte. Apenas empieza este tercer día, Jesucristo unió nuevamente su alma a su cuerpo y salió del sepulcro, vivo, glorioso e inmortal.

Salió sin romper ni mover la piedra, en virtud de su poder divino, como sólo Dios puede hacerlo, probando de esta manera evidentísima que Él era Dios y que, por consiguiente, su religión es verdadera y divina.

En el momento en que Jesús salió del sepulcro, la tierra experimentó una violenta sacudida; un ángel, refulgente como el rayo, apareció entre los soldados guardianes y éstos, atemorizados, cayeron de espaldas.

El ángel hizo rodar la piedra sellada del sepulcro y se sentó encima de ella, mientras los soldados, no del todo repuestos de su espanto, corrían presurosos a anunciar la novedad a los fariseos y a los príncipes de los sacerdotes.
Se celebraba la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo el día de Pascua, que es la mayor festividad del año.

La Resurrección de Jesucristo es el fundamento de nuestra fe, el modelo de nuestra vida espiritual y la causa de nuestra resurrección futura.

6º CREO EN JESUCRISTO, QUE SUBIÓ A LOS CIELOS Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DE DIOS PADRE TODOPODEROSO.

Después de su Resurrección, Jesucristo permaneció en la tierra por espacio de cuarenta días para mostrar que realmente había resucitado y para continuar la instrucción de sus Apóstoles.
Durante este tiempo, se muestra frecuentemente a sus discípulos para hablarles del Reino de Dios; coloca a Pedro a la cabeza de su Iglesia; da a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados y los envía a predicar y a bautizar a las naciones.

Terminada la obra de nuestra Redención, Jesús reunió en el Monte de los Olivos a sus Apóstoles y a un gran número de sus discípulos.
Allí, al mediodía, después de haberles prometido otra vez que les enviaría el Espíritu Santo, extiende sus manos para bendecirlos y se eleva glorioso y triunfante hacia los cielos.

El aniversario del día en que Jesucristo subió a los cielos se llama la fiesta de la Ascensión. Desde entonces, Jesucristo está sentado a la derecha de Dios; esta expresión figurada significa que Jesucristo, como Dios, es igual a su Padre en poder y en gloria, y que como hombre, participa de la autoridad, de la gloria y de la felicidad de Dios.

Él es Rey y Juez: un rey está sentado en su trono; un juez, en su tribunal.

Y ahora, ¿dónde está Jesucristo?

Como Dios, Jesucristo está en todas partes; como Dios y hombre está en el Cielo y en el Santísimo Sacramento del altar, en todas las hostias consagradas.

7º CREO EN JESUCRISTO, QUE VENDRÁ A JUZGAR A LOS VIVOS Y A LOS MUERTOS.

Jesucristo volverá al mundo, al final de los tiempos, para ejercer su poder de Juez soberano.
Este juicio, llamado público, universal, último, es necesario para justificar la divina Providencia, glorificar a Jesucristo, alegrar a los justos y confundir a los impíos.

El Salvador vendrá como Hijo de Dios hecho hombre, con todo el esplendor de su majestad y de su gloria, a juzgar a los vivos y a los muertos, es decir, a los justos y a los pecadores.

Jesucristo es nuestro Redentor, nuestro Abogado, nuestro Juez;

la primera de estas funciones la desempeñó en la cruz;

la segunda la ejerce actualmente en el cielo;

la tercera la cumplirá sobre la tierra al fin del mundo.

El primero de los advenimientos o venidas de Jesucristo a la tierra se verificó en la humildad, en la pobreza, en el sufrimiento: tenía por objeto salvar a los hombres.
El segundo se verificará con gloria, majestad y poder, y tiene por objeto juzgar y dar a cada uno el premio o castigo según sus obras.
Volveremos más adelante sobre este segundo advenimiento del Hijo de Dios.

8º CREO EN EL ESPÍRITU SANTO.

He aquí la tercera parte del Símbolo.
Dios Padre es el Creador; Dios Hijo, el Redentor; Dios Espíritu Santo, el Santificador.

La obra de nuestra santificación, como todas las obras exteriores de Dios, es común a las tres personas de la Santísima Trinidad; pero se atribuye especialmente al Espíritu Santo, porque Él es el amor recíproco del Padre y del Hijo y porque la santificación no es otra cosa que la difusión del amor divino en nosotros.

El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad.
Posee la naturaleza divina totalmente como el Padre y el Hijo, de los cuales procede como de un solo y mismo principio, a la manera de un hálito o espiración, por el cual se llama Espíritu de Dios; se añade Santo, porque es infinitamente santo por su naturaleza y porque nos santifica.
Debemos adorar al Espíritu Santo, invocarlo con ardientes súplicas, y seguir dócilmente sus inspiraciones.

En el momento de subir al cielo, Jesucristo recomienda a sus Apóstoles que no se alejen de Jerusalén:
“Recibiréis, les dice, la virtud del Espíritu Santo, y seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea y hasta en los confines de la tierra” (Hech. 1, 8).

El día de Pentecostés, diez días después de la Ascensión, el Espíritu Santo descendió visiblemente sobre los Apóstoles, bajo la forma de lenguas de fuego; transformó a aquellos hombres débiles, ignorantes, tímidos; los iluminó, los fortaleció y los hizo capaces de anunciar el Evangelio y de propagar la Iglesia.

Misión del Espíritu Santo en la Iglesia.

El Espíritu Santo ha sido enviado por el Padre y el Hijo, para verificar y fecundar la Iglesia.

Él es quien la gobierna, la inspira, la asiste, para que sea infalible en sus enseñanzas y fecunda en Santos y en buenas obras.

Él la hace invencible contra los embates de sus enemigos.

Él lucha contra su enemigo infernal, el diablo.

Actuaciones del Espíritu Santo en las almas de los humanos.

El Espíritu Santo es la vida de cada alma en particular, como es la vida de la sociedad cristiana.
Por eso se le llama Espíritu vivificador.
Habita en las almas en estado de Gracia como en un templo, y es para ellas el principio de la vida sobrenatural, en cierto modo como el alma es el principio de la vida corporal; por eso podía decirse que, si el hombre está compuesto de cuerpo y alma, el cristiano está compuesto de cuerpo, alma y Espíritu Santo.

El Espíritu Santo se da a los fieles, particularmente, por los Sacramentos del Bautismo y de la Confirmación y a los Sacerdotes, por el Orden Sagrado.

Comunica a las almas la vida sobrenatural, la desenvuelve, la perfecciona, y lleva a los fieles a la práctica de las buenas obras.
Con este fin, las enriquece con sus dones que en número de siete, producen en el alma actos eminentes de virtud, llamados los doce frutos del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo lucha dentro nuestro, contra nuestras malas inclinaciones, contra los malos deseos mundanos.

En una palabra, aplica a cada uno la Redención realizada por Cristo, y para esto se vale del misterio de la Iglesia.

9º CREO EN SANTA IGLESIA CATOLICA, LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS.

Jesucristo fundó una Iglesia para continuar en el mundo su misión divina:
instruir, santificar y salvar a los hombres.
Reunió en sociedad a sus discípulos bajo el gobierna de los Apóstoles, a cuyo frente puso a San Pedro para que fuera su Vicario o representante.
Le dio las llaves del reino de los cielos, le encargo que apacentara o gobernara todo el rebaño, pastores y fieles (Mt. 16, 19; Jn, 21, 15-17).

Al día siguiente de Pentecostés, gracias a las numerosas conversiones hechas por la predicación de San Pedro, la Iglesia contaba en Jerusalén con ocho mil fieles y se hallaba fundada con todas las condiciones de una verdadera sociedad bien establecida.

En ella se descubre una jerarquía perfecta: en la cima, Pedro, que es el jefe supremo; después, los Apóstoles, que administran y gobiernan ayudados por auxiliares; y por último, la muchedumbre de los fieles que escucha y obedece.

En la actualidad, la constitución de la Iglesia es idénticamente la misma: en la cima, el Papa, sucesor de San Pedro, jefe supremo de la Iglesia; después, los Obispos, sucesores de los Apóstoles, encargados del gobierno espiritual de la diócesis, son ayudados en sus tareas por los Sacerdotes que trabajan en la salvación de las almas; finalmente, los fieles forman, como antes, el rebaño confiado al cuidado de los Pastores.

Jesucristo no ha fundado más que una sola Iglesia y le ha impreso ciertos caracteres o notas que permiten reconocerla con certeza.

La verdadera Iglesia de Jesucristo debe ser:

Una en su cabeza, en su doctrina, en su moral, en sus medios de salvación;
Santa en su enseña, en sus leyes, en sus prácticas, en sus miembros, en sus obras; Católica fundida por todas las partes del mundo;
Apostólica, gobernada por los legítimos sucesores de los Apóstoles, únicos encargados por el Divino Maestro de predicar el Evangelio al mundo.

La verdadera Iglesia de Jesucristo es la Iglesia Católica Romana.

Es la Iglesia del Papa, sucesor de San Pedro, la única Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica.

Jesucristo hizo a su Iglesia depositaria de su doctrina, de sus poderes y de sus gracias.
Por consiguiente, fuera de la Iglesia de Jesucristo no hay salvación posible.

Todo el que quiera salvarse debe:

1º, entrar en la Iglesia Católica por el Bautismo;

2º, creer en su enseñanza, obedecer a sus jefes y recibir sus Sacramentos.
Todo el que voluntariamente permanece fuera de la Iglesia de Jesucristo no podrá, alcanzar jamás la salvación eterna.

“Pero la salvación es posible para aquellos que involuntariamente están fuera de la Iglesia. Es decir los que no son Católicos. Aquellos que no han tenido la suerte de conocer la Iglesia Católica, llámese; budistas, las religiones de oriente, los mahometanos etc.

Ignorando inculpablemente su existencia o su divinidad, no tienen más obligación que servir al Dios de la mejor manera que les sea posible: mediante el cumplimiento de los deberes que les prescribe su propia conciencia…, es decir haciendo el bien.

Si así lo hacen, con entera buena fe, estando dispuestos a abrazar la verdad y el amor, en buena medida, es como si conocieran la religión, y como si pertenecieran a la Iglesia.
Este deseo suple la incorporación real. Son vivificados por el Espíritu Santo y pertenecen al alma de la Iglesia” (Moulin).

La Iglesia posee tres propiedades esenciales: la visibilidad, la perpetuidad, la infalibilidad.

1º La visibilidad consiste en que la Iglesia puede ser vista y reconocida por los hombres como una sociedad religiosa fundada por Jesucristo.
Si fuera invisible, los hombres no podrían recibir de Ella ni la doctrina de Jesucristo, ni sus leyes, ni su gracia; por lo tanto, no estarían obligados a formar parte de la misma, puesto que no la podrían ver ni conocer.

2º La perpetuidad o indefectibilidad consiste en que la Iglesia debe durar sin interrupción, hasta el fin del mundo, y conservar inalterable su doctrina, su moral y su culto.
Jesucristo instituyó su Iglesia para todos los hombres y para todos los tiempos.

3º La infalibilidad es el privilegio concedido a la Iglesia de no poder engañarse, ni engañar cuando enseña la doctrina de Jesucristo.
Es la asistencia particular del Espíritu Santo, que impide que la Iglesia caiga en error.

Solo son infalibles aquellos que, en nombre de la Iglesia, tienen la misión y el derecho de declarar cuál es la verdad revelada por Dios y de condenar el error opuesto; es decir, el Papa, y los Obispos unidos al Papa.
A Pedro es a quien Jesucristo confirió la autoridad infalible (Lc. 22, 32).

Creo en la Comunión de los Santos.

Los miembros de la Iglesia forman una sola y misma familia. En una familia hay comunidad de bienes entre el padre, la madre y los hijos: todos trabajan por la familia, y el trabajo de cada uno aprovecha a todos.
De la misma manera, en la gran familia de Jesucristo todos los cristianos se aprovechan de los tesoros, que son como las rentas espirituales de la Iglesia.

Estos bienes espirituales son:

1º, los méritos infinitos de Jesucristo;

2º, los de la Santísima Virgen y de los Santos;

3º, el Santo Sacrificio de la Misa y los Sacramentos;

4º, las oraciones y las buenas obras de todos los fieles.

Esta comunicación de bienes existe, no solamente entre los fieles de la Iglesia militante, sino también entre los Santos de la Iglesia triunfante y las almas de la Iglesia purgante.

Nosotros estamos en comunicación con los Santos del cielo por las oraciones que les dirigimos y por las gracias que ellos nos obtienen.
Estamos en comunión con las almas del purgatorio por las oraciones y buenas obras que hacemos para conseguir su libertad.

10º CREO EN EL PERDÓN DE LOS PECADOS.

Creer en el perdón de los pecados es creer que Jesucristo ha dado a su Iglesia el poder de perdonar todos los pecados, de borrarlos.

Sólo Dios puede perdonar los pecados, porque es al ofendido a quién corresponde perdonar la ofensa recibida.
Jesucristo posee este poder como Dios y como Salvador de la humanidad culpable.
Ha delegado este poder en su Iglesia, que lo ejerce mediante los Sacramentos.

Por el Bautismo, la Iglesia perdona el pecado original, y en los adultos, los pecados actuales cometidos antes de recibirlo; y por la Penitencia, todos los pecados actuales cometidos después del Bautismo.

Jesucristo instituyó el Sacramento de la Penitencia el mismo día de su Resurrección cuando dijo a los Apóstoles:
“Recibid el Espíritu Santo: como me envió mi Padre, así también Yo os envío. A los que le perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes los retuviereis, les serán retenidos”[Jn. 20, 21-23.].

El Salvador dio esté poder a sus, Apóstoles, a fin de que los pecadores, asegurados de su perdón, puedan vivir en paz y alegría.
El Sacramento de la Penitencia es uno de los mayores beneficios de Dios, uno de los frutos más preciosos de la pasión de Jesucristo.
Pero es un medio necesario, puesto que Jesucristo no instituyó otro.
Los que no pueden recibir este Sacramento deben tener, por lo menos, el deseo de recibirlo y la contrición perfecta.

11º CREO EN LA RESURRECIÓN DE LA CARNE.

La muerte es la separación del alma y el cuerpo.
Después de esta separación, el alma, que es espiritual, inmortal, incorruptible, sigue viviendo; el cuerpo, del que aquella está separada, se corrompe y se convierte en polvo.
Pero la separación del alma y el cuerpo no será eterna. Al fin del mundo, todos los muertos resucitarán con los mismos cuerpos y almas que tuvieron en vida.

El cuerpo ha sido para el alma y el alma para el cuerpo. Por eso conviene que un día estén ambos nuevamente reunidos, a fin de que la obra de Dios, deshecha por un momento a causa del pecado y de la muerte, sea definitivamente restaurada.

Además, es el hombre entero el que hace el bien o el mal, y el cuerpo ha contribuido así a la salvación como a la condenación.
El hombre debe ser recompensado o castigado todo entero en su cuerpo y en su alma. Resucitaremos, pues, para recibir en cuerpo y alma el premio de nuestras buenas obras o el castigo de nuestros pecados.

No es más difícil para Dios rehacer nuestro cuerpo que hacerlo por primera vez.
El grano que se deposita en la tierra y se pudre, da un tallo que produce muchos granos.
Así sucederá con nuestro cuerpo, cualquiera que sea la transformación por la que pase nuestra Carne, siempre tendrá un germen que Dios hará revivir.

Todos los hombres resucitarán, pero sus cuerpos no serán semejantes.

Los cuerpos de los condenados volverán a la vida horriblemente afeados y estarán sujetos a terribles sufrimientos.
Los cuerpos de los elegidos, al contrario, serán:

1) impasibles, y estarán exentos de toda dolor;

2), resplandecientes como el sol y radiantes de belleza;

3), ágiles, es decir, rápidos como la luz y el pensamiento;

4), sutiles, es decir, espiritualizados y capaces de penetrar por todas partes, del mismo modo que la luz atraviesa el cristal.

¡La resurrección de la Carne! ¡Qué estímulo para el bien, que fuente de fuerza en las enfermedades y en la práctica de la mortificación cristiana!
La Carne, crucificada con Jesucristo, será glorificada con Él.

12º CREO EN LA VIDA PERDURABLE.

La última verdad enseñada por los Apóstoles en el Símbolo es la existencia de una vida futura, eternamente feliz para los buenos, eternamente desventurada para los malos.

Los hombres resucitados no volverán a morir: los buenos vivirán y en una bienaventuranza eterna, y los réprobos en un suplicio que no tendrá fin.
Eternidad feliz en el cielo, eternidad desgraciada en el infierno…

¿Cuál será la nuestra? Está en nuestra mano elegirla ¿Pensamos en ella seriamente?

Postrimerías del hombre.

El dogma de la vida eterna supone otras cinco verdades, que se llaman los novísimos o postrimerías del hombre y son éstas:

la Muerte,

el Juicio,

el Cielo,

el Purgatorio,

el Infierno y la consumación de los siglos.

1º La Muerte.

La muerte es la separación del alma y del cuerpo.
El cuerpo es devuelto a la tierra, de donde salió; el alma vuelve a Dios, que la creó, para recibir la sentencia de su destino eterno.
Es cierto que todos tenemos que morir, pero las circunstancias de la muerte son absolutamente inciertas.
Dios nos deja en esta incertidumbre para obligarnos a vivir bien y a estar siempre preparados para morir.

2º El Juicio.

La muerte es el fin de la prueba y de las obras meritorias.
Tan pronto como el Alma se separa del cuerpo, comparece ante Dios para ser juzgada de todos sus pensamientos, palabras, acciones y omisiones; ese el juicio particular. Pronunciada la sentencia, se ejecuta sin demora, y el alma va al Cielo, al Infierno, o al Purgatorio.
Si va al Purgatorio, va por un tiempo más o menos largo, depende de lo que deba purgar; si va al Paraíso o al Infierno, es para siempre.

3º El Paraíso o el Cielo es un lugar de delicias donde el hombre está destinado a gozar de la bienaventuranza eterna.

Esta felicidad comprende:

1) La exención (liberación) de todos los males, así del alma como del cuerpo.

2) La posesión de todos los bienes para el alma y para el cuerpo.

3) Y la deliciosa seguridad de poseer esta bienaventuranza infinita por toda la eternidad; donde nunca, nunca, nunca se terminará: Esto es la vida eterna.

La felicidad del cielo es proporcional a los méritos personales.
Además de la gloria esencial, reservada a todos los elegidos, hay en el cielo glorias accidentales, que se llaman aureolas, concedidas como recompensas a los Santos que han conseguido señaladas victorias.

Se distinguen tres:

la aureola de los Mártires, que han vencido al mundo;

la aureola de los Doctores, que han vencido al demonio, padre de la mentira;

la aureola de las Vírgenes, que han vencido la Carne y sus placeres.

4º El Purgatorio.

El Purgatorio es un lugar de sufrimientos, donde las almas justas acaban de expiar sus pecados antes de ser admitidas en el cielo.

No hay más que dos puntos de fe acerca del Purgatorio:

1º, existe un lugar de expiación;

2º, las almas que allí se encuentran pueden ser socorridas por los sufragios de la Iglesia militante, sobre todo por el Santo Sacrificio de la Misa.

“Es un pensamiento santo y saludable el rezar por las muertos”, dice la Sagrada Escritura (II Macab. 16, 46).

La razón misma reconoce la existencia del Purgatorio como necesaria.

Porque:

1º, es imposible que Dios mande al Infierno a un alma adornada con la gracia santificante,

y 2º, es igualmente imposible que esta alma, manchada con una falta, por leve que sea, pueda ser admitida inmediatamente a ver a Dios, que es la Santidad Infinita.

Es pues necesario que esta alma se purifique para poder entrar en el Cielo.
Por eso los mismos paganos habían comprendido y admitido la existencia de un lugar de expiación temporal para los muertos.

En el Purgatorio hay dos clases de penas:

a) La privación de la visión beatífica, o pena de daño.

b) La pena de sentido, que según el común sentir de los teólogos, consiste en el fuego y en otros tormentos más rigurosos que todos los sufrimientos de la vida presente.
La intensidad y duración de estas penas son proporcionales a la culpabilidad de cada alma.

5º El Infierno.

El Infierno es un lugar de suplicios donde los condenados están separados para siempre de Dios y atormentados con los demonios en el fuego eterno.

Los demonios atormentan las almas de los condenados; éstos fueron personas que han vivido, gozando de los placeres mundanos, ocupados únicamente en darse así mismo todos los caprichos de los sentidos, desoyendo la voz de la conciencia que los invitaba a cambiar de vida, y a mirar un poco a su alrededor.

Hay tres puntos de fe relativos al Infierno:

1º, existe un Infierno;

2º, el Infierno es eterno;

3º, las almas de los que mueren en pecado mortal van a él inmediatamente después de la muerte.

Estas verdades se repiten en cada página de la Escritura.

La eternidad de las penas no se opone a la bondad de Dios y a su justicia, porque el hombre, pecando mortalmente, renuncia a Dios y se adhiere a la criatura, de la que hace su fin último.
Es consiente, pues, de estar separado de Dios para siempre: un hombre que se arranca los ojos, es consiente de estar ciego para siempre.

Por lo demás, la existencia del Infierno es tan conforme a la razón, que se halla admitida en todas las religiones paganas: testigo el Tártaro de los griegos y de los romanos.

Las penas del Infierno consisten:

1) En estar separado de Dios para siempre. Esta pena de daño es, sin comparación alguna, el mayor tormento del Infierno.

¿Por qué?

Porque Dios es el Bien infinito; pero la privación del bien infinito y necesario causa una pena tan grande como Dios mismo. Tanta pena quantus ille. (pena grande castigo enorme)

2) En ser atormentado con los demonios en el fuego eterno. Esta pena se llama de sentido. Cada sentido será atormentado por diferentes suplicios, sobre todo por el fuego devorador.

Este fuego, dicen los teólogos, es un fuego material, real, más violento que el fuego de este mundo, porque Dios lo encendió en su enojo para castigar a sus enemigos y le dio propiedades para atormentar directamente a los espíritus como también a los cuerpos materiales.

3)Este fuego, dicen los teólogos, es un fuego material, real, más violento que el fuego de este mundo, porque Dios lo encendió en su enojo para castigar a sus enemigos y le dio propiedades para atormentar directamente a los espíritus como también a los cuerpos.

¡¡¡Y estos suplicios durarán siempre!!!

Estas penas del Infierno no son iguales para todos los condenados;
son proporcionadas a la naturaleza y al número de pecados de cada uno:
cuanto más culpable es uno, tanto más se sufre.

Los condenados conservan en el Infierno todas sus facultades naturales que tuvieron en la tierra y, después de la resurrección, tendrán también sus cuerpos en las llamas.

Lo que aumenta el horror de estos suplicios es la compañía de los "demonios" y de todo lo que la tierra ha contenido de más corrompido y perverso.

Una oscuridad espantosa, y un olor a podredumbre repugnante será el ambiente donde vivirán eternamente los condenados.
Pero a pesar de la oscuridad, los condenados se verán entre ellos, y a los demonios.
Los demonios, saciarán su odio, su venganza, contra los condenados, atormentándolos.

Y como si esto fuera poco, los gusanos recorrerán los cuerpos de los condenados; donde el gusano de ellos no muere y fuego nunca se apaga (Mc. 9-44)

Las relaciones de los condenados entre sí son una fuente nueva e inagotable de sufrimientos.

Este fuego, dicen los teólogos, es un fuego material, real, más violento que el fuego de este mundo, porque Dios lo encendió en su enojo para castigar a sus enemigos y le dio propiedades para atormentar directamente a los espíritus como también a los cuerpos de los condenados.

6º La consumación de los siglos.

Se entiende por consumación de los siglos los últimos acontecimientos que pondrán fin al estado temporal del mundo y fijarán para siempre la suerte de la humanidad.

Esa consumación comprende:

1º, el fin del mundo;

2º, la resurrección universal;

3º, el juicio universal.

Es cierto que este mundo visible dejará de existir en la forma que hoy tiene;
será purificado y transformado por el fuego, y habrá un nuevo cielo y una nueva tierra.
Pero nadie sabe cuándo llegará el fin del mundo: es un secreto de Dios.

Sin embargo, Jesucristo nos ha indicado ciertas señales precursoras que harán conocer la proximidad de ese gran día:

la predicación del Evangelio en todo el universo,

una apostasía (negación de la fe cristiana) casi general,

la conversión de los judíos,

la venida del Anticristo,

y el transtorno de la naturaleza.

Cuando todos los hombres hayan muerto, Jesucristo enviará a sus Ángeles para que toquen las trompetas.
Se oirá una gran voz:
Surgite, mortui!: “¡Levantáos, muertos!”, y esta voz repercutirá hasta en los más profundos abismos.

A este llamamiento, todas las almas dejarán, unas el cielo, otras el infierno, otras el purgatorio, y vendrán a reunirse con sus "cuerpos" para hacerlos vivir de nuevo.

Y los muertos, resurgiendo en todos los puntos del globo, se hallarán al principio mezclados todos, justos y pecadores.

Bien pronto los Ángeles, ministros del supremo Juez, los reunirán en el lugar destinado para el Juicio.

El Juicio universal.

Dios, para glorificar la humanidad de su divino Hijo, le confió el juicio de los hombres: todos debemos compadecer ante el tribunal de Cristo (II Cor. 14, 14).

La Sabiduría, la Justicia y la Providencia de Dios, públicamente despreciadas en la tierra, deben ser públicamente glorificados en presencia de todas los hombres.

Jesucristo ha sido voluntariamente desconocido, condenado en su persona y en la persona de los miembros de su Iglesia, es justo, por tanto, que aparezca como el soberano Juez y el Rey de los siglos.

Los justos han sido despreciados y tratados como locos: es justo que sean glorificados y reconocidos como los únicos sabios.

Los malvados han sido los unos, altivos e insolentes en sus crímenes, los otros han ocultado sus iniquidades y sus torpezas: justo es que los primeros sean humillados y abatidos, y los segundos cubiertos de confusión y de vergüenza.

Cuando todos los hombres estén reunidos en el valle del juicio;
Jesucristo descenderá visiblemente del cielo, sobre una nube resplandeciente, con todo el brillo de su poder y de su majestad.

Sentado en un trono de gloria, rodeado de sus Ángeles y de sus Apóstoles, que serán sus asesores, manifestará a todos las acciones, las palabras, los pensamientos, aun los más ocultos, de los vivos y de los muertos, es decir, de los justos y de los pecadores.

Terminado el juicio, el soberano Juez pronunciará la sentencia:

Dirá a los buenos:

“Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os ha sido preparado desde el principio del mundo”.

Y a los malos:

“Apartaos de Mí, malditos, id al fuego eterno que ha sido preparado para Satanás y sus Ángeles” (Mt. 25, 34-41).

Entonces el infierno, abriendo sus abismos, tragará cuerpos y almas, la muchedumbre de los réprobos, y se cerrará sobre ellos para siempre.
Y los elegidos con sus cuerpos espiritualizados y glorificados, subirán al cielo en pos de Jesucristo para gozar allí de la felicidad eterna.

CONCLUSIÓN FINAL.

Tales son las verdades contenidas en el Símbolo de los Apóstoles.
Nosotros debemos creerlas con una fe sincera, no por la palabra de los hombres,
sino porque han sido reveladas por Dios y no son enseñadas por su Iglesia infalible.

Laudatus Iesu Christi. Amen. (Alabado sea Jesucristo. Amén.)


El Hijo de Dios se hizo hombre sin dejar de ser Dios. Tomó un alma semejante a la nuestra, pero mucho más perfecta.
El alma de Jesucristo es espiritual, inteligente, libre, e inmortal.
Residen en ella todos los tesoros de la gracia, de la sabiduría, y de la ciencia.
Su belleza encanta a los Ángeles y a los elegidos.

7 de julio de 2011

¿Por qué somos Católicos?

Compendio de la Doctrina Cristina.--->
<---Los enemigos de la Iglesia: La Francmasonería.


Apéndice 2° parte. ¿Por qué somos Católicos?

Este compendio ha sido corregido y aumentado según el vigente Código de Derecho Canónico. Promulgado por la Autoridad de Juan Pablo II, Papa. Dado en Roma, el dia 25 de Enero de 1983. (N. T.)

Se trata a aquí de un buen resumen de todo lo visto con algunos pocos agregados nuevos. Muy útil para el repaso.

Somos, y permaneceremos siendo Católicos, porque el catolicismo se impone a nuestra razón por el encadenamiento de cinco verdades irrefutables:

I. Todo hombre razonable debe creer en la inmortalidad del alma, destinada a glorificar a su Creador.

II. Todo hombre razonable debe creer en Dios, Creador del mundo.

III. Todo hombre que cree en Dios y en la inmortalidad del alma debe practicar la religión exigida e impuesta por Dios.

IV. La religión impuesta por Dios es la religión cristiana: luego, todo hombre que cree en Dios debe ser cristiano.

V. La religión cristiana no se halla más que en la Iglesia Católica: luego, todo cristiano debe ser católico.


Por consiguiente, todo hombre razonable debe ser católico.

Creemos útil recordar, en pocas palabras, algunas pruebas de estas verdades fundamentales: en el orden moral, la fuerza de las pruebas frecuentemente resulta de una mirada de conjunto.

I. TODO HOMBRE RAZONABLE DEBE CREER EN DIOS, CREADOR DEL MUNDO.

Dios es un ser personal, vivo, distinto de la materia, infinitamente perfecto y primera causa de todos los seres.

1° La existencia del mundo.

El mundo no es eterno: ha tenido principio.

Los filósofos lo demuestran, fundados en que la materia imperfecta y mudable, no es el Ser eterno, necesariamente perfecto e inmutable.

Los matemáticos lo prueban fundados en que si el mundo fuera eterno habría pasado por una serie infinita de estados: lo que es imposible.
El gran matemático Cauchy se comprometía a probarlo de mil maneras.

Los filósofos y los naturalistas lo establecen por el estudio de los seres que componen el universo. “Los elementos del mundo físico han empezado a existir en un momento dado, y desde ese momento data la formación gradual de los mundos.
Esta aserción de la ciencia moderna queda siempre en pie, irrebatible [A. Hirn, Constitución del espacio].

Así pues, este mundo ha tenido principio. Pero como no hay efecto sin causa, era necesario que alguien existiera para darle la existencia.
Este alguien es el Creador, al que llamamos Dios. Luego, Dios existe.

2° La necesidad de un primer motor.

Los cuerpos celestes están en movimiento: el sol gira sobre sí mismo; la tierra y los demás planetas, en torno del sol; la luna, alrededor de la tierra, etc.
Este es un hecho cierto. Un segundo hecho, no menos cierto, es que la materia es inerte y, por tanto, incapaz de ponerse a sí misma en movimiento.
Por consiguiente, los mundos han recibido el movimiento de una causa exterior; pero como no se puede suponer una serie infinita de motores, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por otro.

A este primer motor nosotros le llamamos Dios.

Sería tenido seguramente por insensato el que sostuviera que un carruaje puede rodar por sí mismo y viajar solo, y
¿qué diremos de los que pretenden que el mundo marcha por sí mismo?
Los astrónomos han contado en el firmamento miles de millones de estrellas.
Estos mundos recorren espacios inconmensurables, sin entrechocarse y en el orden perfecto.
¿Quién les imprimió el movimiento? ¿quién los dirige?… Sólo Dios puede hacerlo.

3º El origen de la vida.

Existen seres vivientes: las plantas, los animales, los hombres.
Los botánicos nos presentan más de cien mil especies de vegetales; el reino animal, más rico todavía, encierra cuatrocientas mil especies. Pues bien, la existencia de los seres vivientes prueba de una manera irrefragable la existencia de Dios.

Y, a la verdad, ¿de dónde viene el ser viviente?

a) o bien el ser viviente toma su origen de la materia por generación espontánea;

b) o bien ha recibido la vida de otro. Este dilema no admite término medio.

La primera hipótesis está definitivamente condenada por la ciencia.
Después de los experimentos de Pasteur y de otros grandes sabios, no hay hecho mejor probado, no hay conclusión más cierta que la imposibilidad de una generación espontánea: Ningún ser viviente puede provenir de la materia sin germen preexistente: la vida no puede salir sino: de la vida.

No queda, pues, sino la segunda hipótesis, y ésta proclama la necesidad científica: de un Ser viviente que no haya comenzado y que exista por sí mismo desde toda la eternidad.

Recorramos la genealogía de un ser viviente cualquiera:
de unidad en unidad, hay que llegar a un primer ser, puesto que un número infinito es una imposibilidad manifiesta.
Quien dice número dice necesariamente algo limitado; quien dice serie supone una primera y una última unidad.
Es necesario, entonces, remontarse a un primer Ser viviente, principio de vida, que tenga vida por sí mismo y que sea suficientemente poderoso para dar vida a los otros y para asegurar la perpetuidad de sus especies.

Este primer Creador de toda vida no puede ser sino Dios.
Tomemos por ejemplo un grano de trigo: ¿de dónde viene? De una espiga.
¿Y la espiga? De un tallo. ¿Y el tallo? De un grano.

Hay que llegar a un primer grano. ¿De dónde viene el primer grano o la primera espiga?… No puede venir sino de un primer Ser Creador, puesto que la naturaleza tiene por ley fija no producir jamás grano de trigo sin espiga; ni espigas sin grano.

Un pajarito basta para convencer a los mayores incrédulos.
¿De dónde viene el pajarito que se oculta en el bosque, llenándolo con sus trinos? De un huevo. Y este huevo, ¿de dónde viene? De otro pajarito que lo puso.
¿Quién existió primero, el huevo o el pájaro? El pájaro. Pero este pájaro ha tenido su origen ¿de dónde vino?…
Estáis obligados a confesar que ese primer pájaro no puede tener otro origen que un Ser, el primero de los eres, que no viene de otro y existe por sí mismo desde toda la eternidad. Este Ser eterno, que existe por sí mismo; es el que llamamos Dios.

4° La existencia de la ley moral.

Todo hombre lleva en su conciencia una ley escrita que le ordena hacer el bien y evitar el mal.
Cuando obedece a esta ley, experimenta alegría; cuando la quebranta, siente remordimientos. Esta ley es universal, inmutable, absoluta, eterna: no puede ser abrogada y no admite excepción. “Ni el Senado ni el pueblo, dice Cicerón, pueden dispensar de obedecer a esta ley.
Ella no es una en Atenas, otra en Roma; una hoy, otra mañana: abarca todas las naciones y lodos los siglos”.

Pus bien, esta ley no puede existir por sí misma: supone un Legislador supremo Inmutable, Eterno, Árbitro soberano del bien y del mal, remunerador de la virtud y castigador del crimen.
Pero este Legislador soberano no puede ser sino Dios, el Ser Eterno y Necesario. Luego, la existencia de la ley moral prueba la existencia de Dios.

Fuera de la idea de Dios, que está en la base y en el pináculo del todo orden moral, el deber reposa sobre la nada. La moral sin Dios es una moral sin fundamento, sin regla, sin sanción, es decir, una moral inútil.
Pero el fundamento del orden moral no puede ser un error; luego, la existencia de Dios es cierta.

5° El testimonio del género humano.

Todos los pueblos han reconocido siempre la existencia de Dios. la historia y los monumentos de todos los siglos testifican esta creencia universal.
Los pueblos se han equivocado muchas veces, ora admitiendo muchos dioses, ora teniendo por dios a seres que no lo eran.
Pero siempre han admitido la existencia de un Ser Supremo, dueño del universo.
Aun entre las naciones que admitían muchos dioses se ha reconocido siempre un dios superior a las otras divinidades.

Es imposible que una cosa afirmada por todos los pueblos de la tierra sea falsa.
Una creencia contraria a las pasiones y que se encuentra en todos los pueblos, a pesar de las diferencias de educación, de costumbres, etcétera, no puede provenir sino de la razón, que reconoce la necesidad de una causa primera de todos los seres, o de una Revelación hecha por Dios mismo a los primeros padres del género humano. La creencia de los hombres en la existencia de Dios tiene, pues, por base la verdad.

Hoy, lo confieso, hay hombres que profesan el ateísmo; pero,
¿qué son frente a todos los pueblos y a todos los sabios que adoran a Dios?…
Y además, ¿son sinceros? Si estuviesen convencidos de que Dios no existe,
¿le tendrían tanto odio?
El odio diabólico que los ateos manifiestan frecuentemente contra Dios, muestra de una manera evidente que creen en su existencia.
No se odia lo que no existe; sería demasiado absurdo enojarse contra la nada.

La mayoría de los ateos son vividores que quisieran eludir la justicia divina.
En su locura dicen: ¡No hay Dios!, pero esta blasfemia significa en sus labios:

¡Mi deseo sería que Dios no existiera porque temo su Justicia y el infierno!

6º La necesidad de un Ser eterno.

La mejor prueba de la existencia de Dios es la que se saca de la necesidad de un Ser eterno y necesario; por desgracia, esta prueba no se acomoda a todas las inteligencias.

Que algo existe hoy es evidente, puesto que nosotros existimos.
Pero si no existiera un Ser eterno, nada hubiera existido y nada existiría.
Los seres no pueden darse a sí mismos la existencia ni recibirla de la nada; lo que no existe, nada puede producir.
Y como este Ser eterno no puede provenir de otro, puesto que es el primero de todos, luego es el Ser necesario.

De este hecho, todo ser tiene la existencia de sí mismo y de otro.
Se llama necesario el ser qué existe en virtud de su propia naturaleza, y contingente o producido, el ser que ha recibido la existencia de otro. Ahora bien no todos los seres pueden ser contingentes o producidos por otro.

Es forzoso que exista un Ser necesario que halle en su naturaleza la razón de su existencia. En vano intentaríais prolongar indefinidamente la serie de los seres que vienen los unos de los otros; la explicación del mundo os conduce, de buen o mal grado, a una causa primera, a un Ser eterno que, teniendo de Sí mismo la existencia, la da a todos los demás seres.
Pero el Ser eterno, el Ser necesario, es Aquél a quien todo el mundo llama Dios. Luego…,

Es un Ser infinitamente perfecto. Y, a la verdad,
¿quién habría podido poner límites a su perfección? Él mismo no, porque para esto hubiera debido existir antes que Él mismo; no otro, porque nadie existiría antes que Él. Por consiguiente, Dios posee la plenitud del ser, el océano infinito de todas las perfecciones.

Los seres producidos no existen por sí mismos: son relativamente a la existencia lo que los ceros respecto del valor absoluto.
Multiplicad ceros infinitamente y no obtendréis nunca valor alguno.
Multiplicad ciegos infinitamente, y no tendréis uno solo que vea.

Aunque se multiplicaran hasta lo infinito los seres producidos, habría siempre que llegar a un primer Ser subsistente por Sí mismo.
Sin ningún ser existiese en virtud de su propia naturaleza ningún otro podría existir. Los seres contingentes suponen, pues, la existencia de un Ser necesario. Por consiguiente, puesto que hoy algo existe, existe también tan Ser eterno, un Ser necesario.

7° Los diversos sistemas inventados.

Los diversos sistemas inventados para explicar, sin la intervención de Dios, el origen del mundo, no explican nada y son contrarios a la ciencia.
Todo se explica con Dios, y sin Él todo es inexplicable.

Fácil cosa es decir: Dios no existe; cualquier loco puede hacerlo: Dixit insipiens,(el necio).
Pero cuando se ha dicho eso, no se ha dicho todo lo que era necesario decir.
El mundo existe, y está ante nuestros ojos.
Un instinto pertinaz empuja a la inteligencia humana a preguntarse: ¿De dónde procede?

Los positivistas no responden a la pregunta, porque no quieren ocuparse de las causas primeras, repudiando con eso mismo toda verdadera ciencia.

Los panteístas tampoco explican nada: se limitan a decir que Dios es el conjunto de los seres que componen el universo; más la inteligencia se pregunta todavía:
¿De dónde salen esos seres?…

El sistema que nuestros incrédulos modernos oponen al dogma de la creación es el evolucionismo o transformismo, llamado también darwinismo, del inglés: Darwin, que lo popularizó.
No es más que una forma del antiguo materialismo. Según este sistema, la materia sería eterna; la organización de este vasto universo sería debida a las fuerzas y a las leyes que se encontraban en la materia en el estado de caos o de nebulosa primitiva.
Poco importa discutir si la materia primera consistiría, en átomos, substancias gaseosas o líquidas, pues quedan siempre por conocer tres cosas esenciales:

1° ¿De dónde viene esta primera materia?

2° ¿Quién la puso en movimiento y en orden?

3° ¿De dónde salen los seres vivientes que pueblan la tierra?

I. ¿De dónde viene esta materia?

No es eterna; luego, viene de Dios. Los incrédulos se ven forzados, como nosotros, a admitir un Ser eterno. No queriendo a Dios, atribuyen a la materia todos las perfecciones que este nombre augusto representa; hacen de ella un ídolo.

Para desmenuzar este ídolo basta probar que la materia no es eterna.
Nada más fácil. Ella es finita, es decir, limitada e imperfecta, puesto que está sujeta a cambios. Luego, ha sido necesario, que alguien la limitara; y puesto que se muda, depende en su existencia de la causa que la ha limitado, y le ha impuesto sus mudanzas.
Pero el que limita la materia, el que muda, debe existir antes que ella; luego, la materia no es eterna.

¿En qué argumento se apoyan los materialistas?
En uno solo, que es un puro sofisma. Dicen: Lo que no puede ser destruido, no puede haber sido creado; pero la materia es indestructible, luego, no puede haber sido creada.

Respuesta: Lo que no puede ser destruido por ninguna cosa no puede haber sido creado, indudablemente, porque es el Ser necesario, es Dios.
Pero de que ni vos ni yo podamos destruir la materia, no se sigue que sea indestructible.
Podemos suponer una causa fuera de nosotros capaz de reducirla la nada, luego, no podemos afirmar que sea indestructible.
Y si no tenemos una razón, nos vemos obligados a confesar que con eso no hemos probado que la materia sea eterna.

Es indudable que el hombre no puede aniquilar la materia, puesto que para ello se necesita un poder infinito, como para crearla; pero de ahí no se sigue que la omnipotencia de Dios no pueda destruirla y no la haya podido crear.
El argumento de los materialistas, pues, no es más que un sofisma.

Para cualquiera que sepa relacionar dos ideas, la materia no puede ser eterna, no puede existir por sí misma, porque es imperfecta.
Es imperfecta porque cambia, adquiere lo que no tenía o deja de tener lo que tenía y esto es imperfección porque no tiene todo siempre.
Por consiguiente, es un efecto que no puede ser explicado sino por una causa creadora. Esta causa creadora no Puede ser sino Dios.
Luego, sin Dios no se puede explicar el origen de la materia.

II. ¿Quién la puso en movimiento y la dispuso ordenadamente?

Dos explicaciones son posibles:
o bien el movimiento es inherente a la materia, o bien le ha sido impreso por una causa intrínseca.

Ahora bien, el buen sentido y la ciencia rechazan la primera explicación.
No solamente nos es fácil demostrar que un cuerpo material necesita de un impulso para pasar del reposo al movimiento, sino que la mecánica nos enseña que la materia es de suyo inerte.
Si un agente cualquiera no la pone en movimiento, queda en estado de reposo.
Negar esta ley de la inercia de la materia es negar la mecánica, es negar la ciencia.

Quién pues agitó los átomos o las nebulosas. Se necesitó una fuerza extraña: esta fuerza no puede ser más que la Omnipotencia de Dios.

Más todavía:
la materia es ciega, y entonces, ¿cómo explicar el orden y la armonía admirables que, reinan en el universo?
La tierra recorre regularmente su órbita, haciendo suceder el día a la noche y la primavera al invierno, las estrellas siguen su curso sin chocar jamás…

Sobre nuestro globo todo tiene marcado un destino: así, el cuerpo humano tiene sus miembros maravillosamente dispuestos para el bien del hombre.
¿Quién, pues, llamó a cada partícula, cada átomo de la materia para ponerla en su sitio correspondiente?

No es seguramente la materia quien llamó a la materia, puesto que por sí misma es incapaz de moverse.
Si el orden ingenioso de un reloj no puede ser atribuido a las piezas que lo componen, el orden mucho más admirable del universo no pude ser atribuido a la materia que constituye las partes del universo.
Por consiguiente, hay que atribuirlo a un Ordenador extraño al universo.
Sin Dios no se pueden explicar ni el orden ni el movimiento del mundo.

Nadie se atreve a invocar la casualidad, porque la casualidad no es nada.
Y no se nos hable tampoco de las leyes que rigen las fuerzas de la materia y que saldría de ella como la flor del tallo.
No hay duda que existen leyes admirables que gobiernan a los seres visibles: la ley de la atracción, la de la fuerza centrífuga, etcétera.

Pero estas leyes suponen un legislador, y un legislador extraño a la materia.
Esta es inerte y carece de inteligencia: ¿cómo, pues, pudo combinar leyes tan sabias y fecundas? ¡Absurdo sería pensarlo!
La materia obedece a reyes: no las hace. La materia se queda donde la ponen y va hacia donde la empujan. La materia es ciega; luego, es un espíritu, una inteligencia el que la dirige.

El sistema de los incrédulos tiene en contra suya tres imposibles:

Es imposible que la materia exista sin un creador. Imposible que los átomos se muevan sin un motor… Imposible que el orden exista sin que alguien las ordenó.

El sabio Balmes tenía razón cuando decía que llevaba siempre en el bolsillo un argumento invencible para probar la existencia de Dios: sacaba su reloj.
El reloj supone un relojero, el orden del mundo pide un Dios.

III. ¿De dónde salen los seres vivientes que pueblan la tierra?

Los darwinistas pretenden explicar el origen de los seres vivientes, admitiendo la generación espontánea de un primer rudimento de organismo llamado mónera.
Esta primera célula viviente sería el resultado de una combinación química de los elementos de la materia: La primera célula formada sería sometida a una larga serie de evoluciones y de transformaciones lentas, que irían perfeccionando los organismos inferiores y los llevarían a constituir la gradación de las especies, desde el gusano de la tierra hasta el hombre.

Hay en este sistema dos errores capitales:
a) la generación espontánea;

b) la transformación de las especies.

a) Sin entrar en otros pormenores, baste decir que numerosos y concluyentes experimentos han demostrado científicamente que las generaciones espontáneas no existen.
Todo ser viviente, por rudimentario que sea su organismo, proviene de otro ser viviente de la misma especie y no de la pura materia.

b) En cuanto a la transformación de las especies, es una hipótesis gratuita.
Las observaciones geológicas y fisiológicas prueban que, a través de las edades, las especies han permanecido invariables.
Es absolutamente contrario a la ciencia sostener que una especie haya salido de otra por evolución [Véase: Constantino James, Moisés y Darwin].

Cuando el darwinismo pretende que los seres vivientes vienen de la materia, o que los seres superiores provienen, por simple transformación, de los seres inferiores, enseña un error filosófico monstruoso: supone que lo menos, el ser inferior, contiene lo más, el ser superior.

“Ningún ser, dice Santo Tomás, puede obrar más allá de su especie, puesto que el efecto no puede ser más noble que la causa”.
Luego, es imposible que las especies inferiores se transformen en especies superiores.

“Lo absurdo de este sistema queda más flagrante cuando se trata de pasar de la bestia al hombre, de hacer salir el alma, inteligente y libre, de una especie animal, cualquiera que sea; y de salvar el abismo inmenso que separa a la materia del espíritu” (Rutten).

Conclusión.

El buen sentido lo dice: Nadie da lo que no tiene. La materia no tiene ni vida ni inteligencia; luego, no puede dar ni vida ni inteligencia.
Es así que, en el mundo hay seres vivientes y seres inteligentes.
Luego, existe fuera del mundo un Ser superior, que ha dado la vida a las plantas y a los animales, la vida y la inteligencia a los hombres.
Sin Dios, pues, es imposible explicar el origen de los seres vivientes.

“La existencia de Dios es una verdad matemática: es la última palabra de la ciencia moderna para todo espíritu recto e independiente” (A. Hirn).

“Negar a Dios es una ceguera y una locura” (Víctor Hugo).
“Los ateos no pueden ser sino locos o bribones” (Voltaire).
“Nadie niega a Dios sino aquel a quien le conviene que no exista” (San Agustín).

Objeción.

Acosados en sus últimas trincheras, dicen los incrédulos: Si Dios existe, debe ser infinitamente bueno; y si Dios es bueno ¿por qué permite el mal?

Respuesta: El mal se nos presenta bajo dos formas:
el mal que soportamos y el mal que causamos.

1º El primero, el mal que soportamos, es el sufrimiento.

¿Quién ha introducido el sufrimiento en el mundo?
No es Dios, por cierto es el hombre. El sufrimiento es una consecuencia del pecado original. Luego, es al hombre a quien se debe inculpar.

Por otra parte, sed más moderados en vuestros deseos, más sobrios, más amigos de la templanza, y sobre todo más castos, y veréis cómo desaparece la mayor parte de vuestros dolores.
Padre de familia, te quejas de los desórdenes de tu hijo: malgasta la vida, el tiempo, el dinero…
Recuerda cómo lo has educado… Su carácter detestable te entristece, pero
¿qué has hecho para corregirlos?…
Se podrían citar mil casos semejantes.
Por consiguiente, somos nosotros, frecuentemente, la causa de nuestros males.

Pero hay otros dolores que no dependen de nuestras imprudencias: un niño muere en la cuna; un padre, una madre, son arrebatados por la muerte a hijos que quedan huérfanos… y un sinnúmero de hechos parecidos.

Estas desgracias resultan de las leyes generales que rigen al mundo.
Ese aniño, ese padre, esa madre, llevan en sí un germen mortal, cuya evolución debe tener un final doloroso.
Es triste, sin duda, pero Dios no está obligado a hacer continuos milagros para detener el curso de estas leyes, necesarias para el equilibrio del universo.
La oración puede obtener una derogación de estas leyes, pero la oración es tan rara y tan poco fervorosa…

Por lo demás, Dios no permite el sufrimiento sino por motivos dignos de su bondad. El dolor purifica el alma justa, la hace dulce, paciente y madura para el cielo.
Los sufrimientos tendrán, un día, una recompensa que Dios no reserva ni a la comodidad, ni a la pereza, ni a los goces desordenados.

A veces, la fortuna embriaga y uno corre el riesgo de perderse en el orgullo o en los placeres desordenados: más Dios nos detiene en la pendiente del mal con la prueba, la ruina, el dolor.
Entonces, el sufrimiento es para nosotros lo que los azotes para el niño: en el dolor uno se hace o retorna cristiano.

sed más moderados en vuestros deseos, más sobrios, más amigos de la templanza, y sobre todo más castos, y veréis cómo desaparece la mayor parte de vuestros dolores.
Padre de familia, te quejas de los desórdenes de tu hijo: malgasta la vida, el tiempo, el dinero…
Recuerda cómo lo has educado… Su carácter detestable te entristece, pero
¿qué has hecho para corregirlos?… Se podrían citar mil casos semejantes.
Por consiguiente, somos nosotros, frecuentemente, la causa de nuestros males.

sed más moderados en vuestros deseos, más sobrios, más amigos de la templanza, y sobre todo más castos, y veréis cómo desaparece la mayor parte de vuestros dolores.
Padre de familia, te quejas de los desórdenes de tu hijo: malgasta la vida, el tiempo, el dinero…
Recuerda cómo lo has educado… Su carácter detestable te entristece, pero
¿qué has hecho para corregirlos?… Se podrían citar mil casos semejantes.
Por consiguiente, somos nosotros, frecuentemente, la causa de nuestros males.

2° El mal que nosotros hacemos es el pecado.

¿De dónde viene?

Del abuso de nuestra libertad, “Dios no es más autor del mal que acontece, de lo que lo es el obrero, cuando con el cuchillo fabricado por él se comete un asesinato”.

“Dios nos ha creado libres; lo cual es un bien.
El pecado es el abuso de esta libertad. La libertad viene de Dios; el abuso, de nosotros”. De buen grado renunciaría a esta libertad, dicen algunos.
Pero, en ese caso, ya no seríais hombres, sino una simple máquina.

Dios, creándonos, ha querido hacer de nosotros criaturas inteligentes y libres y no simples muñecos. Dios nos ha dado la libertad para nuestro mayor bien: tanto peor para los que abusan de ella.

II. Todo hombre que cree en Dios está obligado a creer en la inmortalidad del alma, destinada a glorificar al Creador.

Después de haber probado la existencia de Dios Creador, hay que hablar del hombre, su criatura. El hombre es un ser compuesto de cuerpo y de alma inmortal.

Con el fin de destruir la religión, los impíos pretenden que el alma humana es material, que perece con el cuerpo, y que, por consiguiente nada tiene que esperar ni nada que temer después de esta vida.
Una vez admitido esto, la religión, privada de base y de sanción, viene a ser del todo inútil.

Contrariamente a estos errores degradantes, la razón demuestra que el alma humana es un espíritu libre, inmortal, creado para glorificar a Dios.

1° Tenemos un alma.

La palabra alma, en su sentido mis amplio,: significa principio de vida.
Hay tres clases de seres vivientes en la tierra: la planta, el animal y el hombre.
La planta se nutre, crece, y se reproduce. Posee alma vegetativa. El animal tiene sobre la planta, la sensibilidad y el movimiento autónomo: posee alma sensitiva.

El hombre posee tres vidas; la vida física o vegetativa, como la planta;
la vida sensitiva, como el animal;
pero, además, tiene la vida intelectual: piensa, razona, comprende; tiene, pues, un alma inteligente.

Además de estas tres vidas, el verdadero cristiano posee la vida sobrenatural que proviene de la Gracia de Dios. El hombre fue creado para un fin sobrenatural y organizado para conseguir este fin. Los privilegios y la vida del orden sobrenatural, perdidos en la caída del primer hombre, fueron devueltos por los méritos infinitos de Jesucristo. El hombre completo, tal corno Dios lo creó y lo quiere, es el hombre que posee la vida sobrenatural.).

No es esto decir que en el hombre haya tres almas distintas.
Una sola alma, la intelectiva, es el principio de estas tres vidas y de los fenómenos que les son propios.
“Porque, dice Santo Tomás, lo perfecto contiene todo lo que hay de poder en lo imperfecto y las almas superiores obran, por un solo principio, todo lo que las almas inferiores pueden hacer con el auxilio de muchos principios”.

Nadie puede negar en los seres vivos el principio de vida que los anima. Queda por saber cuál es su naturaleza en el hombre.

2° El alma racional es un espíritu.

Hay que distinguir con cuidado en el alma su simplicidad o inmaterialidad de su espiritualidad.

Todo principio de vida es simple, indivisible, inmaterial, activo. Y tales son el alma vegetativa en las plantas, y la sensitiva en los animales, como también el alma humana.

Pero como el alma vegetativa y el alma sensitiva no poseen ni inteligencia, ni voluntad, ni ninguna potencia superior a las que se ejercen en la materia y por la materia, estas almas no son espíritus.
No pueden existir sino en un cuerpo, y desaparecen en el momento en que la planta y el animal dejan de vivir. Tal es la solución del problema del alma de las bestias.

Un espíritu no es solamente un ser simple, inmaterial, indivisible; es también un ser subsistente, dotado de inteligencia y de libre voluntad. Es un ser independiente de la materia, así en sus principales operaciones.

El alma del hombre es un espíritu que puede subsistir fuera del cuerpo y vivir sin él. Es invisible para nuestros ojos corporales. Pero si no se la ve directamente, se la ve indirectamente, por medio de la conciencia; se percibe su presencia a través del cuerpo que anima, y se prueba su naturaleza espiritual por sus actos, como se prueba la existencia de Dios por sus obras.

Las operaciones, de un ser están siempre conformes con su naturaleza: por la obra se conoce el artífice. Pues bien, nuestra alma produce actos espirituales, independientes del cuerpo como los pensamientos, los juicios, los actos libres.

Ejercita sus potencias sobre objete incorpóreos, como lo verdadero, lo bello, lo bueno, lo justo, lo injusto, que no pueden ser percibidos por la materia, porque su naturaleza lo excluye.
Estas operaciones espirituales no pueden tener por causa sino una substancia espiritual. El alma, pues, es un espíritu independiente del cuerpo, en el modo de existir como en su modo de obrar;

(Se ha probado que una persona, al morir, pierde peso y se concluye que sería el alma. Si fuera el alma no pesaría, porque lo espiritual no pesa. Si tuviera peso sería material y la materia no podría animar la materia (el cadáver), y no podría realizar operaciones espirituales como las mencionadas. En realidad, eso que pierde el cuerpo son sustancias gaseosas del cuerpo y nda más.).

El hombre está por encima del animal con toda la altura de su razón y de su conciencia.
Tenemos una inteligencia que conoce la verdad: una voluntad que ama el bien; una libertad que manda y elige. La substancia que produce en nosotros estos actos es una substancia espiritual y no corporal, puesto que percibe cosas que el ojo no puede ver, que el oído no puede oír, que el cuerpo no puede alcanzar.

El animal es incapaz de elevarse mediante razonamiento: a ideas generales, a ideas religiosas, a principios de moral, a deseos de progreso.
Por ejemplo, un animal no puede dictar una ley. Esto es lo que coloca al hombre a una distancia inmensa del animal, privado del alma espiritual;

(Los positivistas niegan la espiritualidad del alma, porque no admiten nada fuera de los seres materiales, corpóreos y visibles.
Su doctrina es absurda y degradante:
a) Absurda, porque la materia es incapaz de pensar, de raciocinar, de querer…

El mono gusta de calentarse junto al fuego encendido por el hombre; pero para conservar ese fuego ni siquiera se le ocurre la idea de arrimar la leña…

b) Es degradante, porque si el hombre no tiene un alma espiritual, queda rebajado al mismo nivel del bruto…
Pueden los positivistas, si quieren, colocarse al mismo nivel de los patos o de los gansos; pero nosotros, con el sentido común diremos siempre que el hombre tiene un alma racional.
El hombre no es un bruto; camina erguido, mirando al cielo, adonde le llaman sus destinos inmortales mientras que el animal, llamado a servir al hombre, anda inclinado hacia la tierra.).

3° El alma del hombre es libre.

La libertad es la facultad de elegir, de determinarse entre dos cosas posibles, por una o por otra.

a) La existencia de la libertad en el hombre se prueba por la conciencia, que nos dice que nosotros podemos hacer o dejar de hacer lo malo.

b) Negar que el alma sea libre, es negar que el hombre sea responsable de sus actos. Sin libertad el hombre no puede merecer premio ni castigo.

c) Si el alma no fuera libre, no habría virtud ni vicio, como no hay bien ni mal para los brutos. Entonces, todas las leyes hechas para reprimir los crímenes serían injustas y crueles. Estas consecuencias son absurdas; luego, nadie puede negar la libertad del alma.

4° El alma humana es inmortal.

El alma es inmortal, es decir, que no cesará jamás de existir ni de vivir.
Todo prueba esta verdad fundamental:

a) La naturaleza del alma.

La muerte es la disolución de los elementos de un compuesto; pero como el alma humana es una, simple, indivisible, no puede disolverse.
Su separación del cuerpo no puede hacerla morir, porque desde el momento que obra independientemente del cuerpo, es seguro que puede subsistir sin él.
Su naturaleza es distinta de la del cuerpo; distintos, por consiguiente, deben ser sus destinos.

Tal vez digáis: Dios puede aniquilarla.

Indudablemente podría hacerlo, dada su Omnipotencia absoluta; pero repugnaría a la Sabiduría de Dios aniquilar un ser dotado por Él mismo de una naturaleza que pide una existencia inmortal. Dios se contradeciría y esto es una imperfección y no compete a Dios.

Tan lejos está de ser así, que las tendencias de que Dios ha dotado al alma prueban que no quiere aniquilarla.

b) Las tendencias del alma.

El hombre desea ardientemente la felicidad este deseo, que ha recibido Dios con el ser y la vida, debe ser satisfecho, tarde o temprano, si el hombre no pone ningún obstáculo de su parte.
Y como este deseo no puede ser satisfecho en la tierra, es menester que sea satisfecho en una vida futura.

Pero la felicidad no es perfecta si no es poseída sin temor de perderla.
La palabra siempre en la posesión de la felicidad, es la única que puede eliminar todo temor. Luego, hay en el hombre una tendencia a una felicidad eterna.
Y como Dios no puede dejar esta tendencia insaciada, luego es necesario que el alma sea inmortal.

c) La Sabiduría de Dios.

Dios debe poner los medios para hacer que sus leyes sean observadas y darles, por lo mismo, una sanción capaz de dominar nuestra inclinación al mal.

¿Qué pensaríamos de un legislador que escribiera en su código: Todo el que derrame sangre de sus semejantes incurrirá en una multa de… cinco centavos?

Diríamos que es un insensato … Pues bien, Dios sería un legislador torpe si después de la muerte no existiera más que la nada, o simples penas temporales.
La única sanción capaz de dominar nuestras pasiones consiste en castigos sin fin.
El corazón del hombre está hecho de tal suerte, que lo que no es eterno le deja insensible.
Los tormentos del purgatorio son terribles; pero, como no deben durar para siempre, no inspiran cuidados a nadie. Requiere, pues, la Sabiduría de Dios que el alma sea inmortal.

d) La justicia de Dios.

Dios es justo; debe recompensar el bien castigar el mal; pero como no es en este mundo donde Dios recompensa al uno y castiga al otro, ya que vemos con frecuencia que es precisamente el malvado el que prospera en este mundo, mientras el justo gime en la desgracia y aflicción, luego, después de la muerte es cuando Dios ejerce los derechos imprescindibles de la justicia.
El solo hecho de la opresión del justo y del triunfo del malvado prueba la existencia de una vida futura.

Pero si después de millones y millones de siglos, el justo y el malvado vinieran a tener la misma suerte, no habría distinción esencial entre el bien y el mal.
El Mártir y el verdugo tendrían el mismo destino, lo que es absolutamente contrario a la justicia y a la bondad divinas.
Es necesario, por consiguiente, que el alma sea inmortal para recibir en el cielo una recompensa eterna, o en el infierno un castigo eterno.

e) Todos los pueblos han admitido siempre la inmortalidad del alma.

Testigo, el culto de los muertos. Pues bien, cuando todos los hombres, en todos los tiempos y en todos los lugares, afirman una cosa muy importante y contraria a las pasiones, esta cosa es verdadera, pues no se puede admitir razonablemente que todos los hombres, en todas las épocas se equivoquen.
Por otra parte, una creencia universal y constante exige una causa de la misma naturaleza. Esta causa no puede ser más que la razón o la revelación primitiva, la una y la otra dignas de fe.

Los mismos paganos habían comprendido las tristes consecuencias del materialismo: si todo terminara para nosotros el día de la muerte;
¿por qué no habríamos de buscar nuestra felicidad aquí en la tierra, aunque para ella hubiéramos de transgredir todas las leyes divinas y humanas?

¿En qué sería más estimable San Vicente de Paúl que un criminal?
Sin la inmortalidad del alma somos como los brutos, y cesa toda distinción entre el bien y el mal, la virtud y el vicio, y entonces el mundo se convertiría en un matadero universal.
Es, pues, imposible negar la inmortalidad del alma.
Los buenos deben ser recompensados y los malvados castigados.
La justicia de Dios lo exige.

5º El alma está destinada a glorificar a su Creador.

Todo ser inteligente obra por un fin. Dios, sabiduría infinita, no podía crear sin tener un fin digno de Él.
Creó el mundo para manifestar su bondad y sus perfecciones infinitas, haciendo participar a sus criaturas de su propia felicidad. Debía, pues, poner en el mundo seres inteligentes y libres: inteligentes, para que conocieran sus perfecciones; libres, para glorificarle con homenajes voluntarios.

El hombre ha recibido de Dios una inteligencia para conocerle, un corazón para amarle, un cuerpo para servirle: Debe, pues, el hombre emplear todas sus facultades en gloria y servicio de Dios. Realiza este fin con las prácticas de la religión.


III. TODO HOMBRE QUE CREE EN DIOS Y EN LA INMORTALIDAD DEL ALMA DEBE PRACTICAR LA RELIGIÓN IMPUESTA POR DIOS.

La religión es el vínculo moral que une al hombre con Dios.

“Dios, Creador y Providencia; tiene sobre el hombre, criatura suya, derechos imprescriptibles; y el hombre, dotado de un alma racional, libre e inmortal, tiene para con Dios, su Creador, deberes esenciales; estas dos verdades correlativas son el fundamento necesario de toda religión”.

Se la define como “el culto que el hombre debe a Dios”. O bien “el conjunto de los deberes del hombre para con Dios”.

1º Necesidad de una religión.

A) El hombre necesita de una religión.


Para cualquiera que crea en un Dios Creador y en la inmortalidad del alma, la necesidad de una religión es evidente, por causa de las relaciones necesarias entre el hombre y Dios.

a) Dios es mi Creador, Él me ha hecho de la nada; luego, es también mi Dueño, como todo artífice es dueño de su obra. Soy, pues, su propiedad, su obra, su servidor; mientras Él es para mí y por siempre mi único principio y único fin.
Por consiguiente, un vínculo estrecho me une a mi Creador.

Reconocer esta dependencia radical de todo mi ser con relación a este único Señor, es el más esencial de mis deberes: es el deber de la adoración.

b) Dios, después de haberme creado, me conserva la vida; luego, es mi esencial Bienhechor y yo le estoy obligado.
Mi ser, mi vida, son un don de su amor. Todo lo que soy le pertenece; todo lo que poseo, de Él viene; todo lo que hago sería imposible sin Él.

Ser un don de Dios me es común con todas las criaturas; pero el saberlo es mi privilegio, y confesarlo es mi deber absoluto.
Es un principio admitido que toda ingratitud es un crimen y la gratitud un deber para con el bienhechor. Luego, yo debo a Dios el culto de acción de gracias.

c) Dios es la fuente de todos los bienes, el libre dispensador de todos los dones, y el hombre es el pobre necesitado que no posee nada, por sí mismo; por consiguiente, debe pedirlo todo a Dios: El pobre suplica al rico, el enfermo suplica al médico.

Pero Dios es el rico, el hombre el pobre; Dios es el médico, el hombre el enfermo. Luego, el hombre tiene el deber de suplicar a Dios. De ahí el gran deber de la oración.

d) Dios es infinitamente justo: dará a cada cual según sus obras.
El hombre es libre, y puede pecar. Si desobedece a la ley divina, Dios no puede menos que reprochar su falta y exigirle una retractación y decretar una pena.

De ahí una nueva relación entre el hombre y Dios; la relación del criminal con el juez. Tiene, pues, el hombre la obligación de implorar el perdón de sus faltas.

De estas relaciones naturales y necesarias dimanan los derechos de Dios y los deberes del hombre.

Cuatro palabras expresan estos derechos y estos deberes:

adoración,

acción de gracias,

oración y penitencia.

Todas estas relaciones con Dios son reales: es muy cierto que yo soy el siervo, el obligado, el pobre y el reo respecto de Dios, porque, en realidad, Dios es mi Señor, mi Bienhechor, mi Protector y mi Juez.

Por consiguiente, la adoración, la acción de gracias, la oración y la penitencia son para nosotros deberes esenciales. Y estos deberes constituyen la religión.

El hombre debe conocer, amar y practicar éstos deberes para con Dios; por consiguiente, la religión es absolutamente necesaria, tan obligatoria como ineludibles y esenciales son las relaciones del hombre con Dios.

La religión es el derecho de Dios sobre el hombre. La religión es el deber y la necesidad del hombre.

Este derecho de Dios y esta necesidad del hombre están comprobados y reconocidos por el sufragio del género humano.

La historio atestigua que, en todas partes y siempre, la religión fue considerada por los hombres como un deber y una virtud, y la impiedad o la indiferencia como un vicio detestable.

El hombre que vive sin religión es un ser incompleto, un mal siervo, un mal hijo, un ingrato que olvida a su Bienhechor y Padre.
No basta, pues, ser honrado según el mundo, es decir, llevar ante la sociedad una vida irreprochable: hay que orar, adorar a Dios cada día, obedecer todas sus leyes; en una palabra, practicar la religión y servir a Dios como Él quiere ser servido.

VIVIR EN INDIFERENCIA ES MÁS QUE UN PECADO, ES UNA MONSTRUOSIDAD...

Todos, quienes quiera que seamos, ricos y pobres, jóvenes y viejos, hemos sido creados y puestos en el mundo, no para gozar ni para acumular dinero, ni para descansar después de haber hecho una fortuna, sino, ante todo y sobre todo, para servir a Dios, nuestro Creador.

Los que no sirven a Dios, lejos de ser honrados, son locos y criminales, más culpables que los ladrones, porque los deberes para con Dios son más importantes que los deberes para con los hombres.

Por consiguiente, es cierto que el hombre está estrictamente obligado a llenar sus deberes para con Dios, y que le es imposible vivir como ser racional sin la práctica de una religión.

B) La religión es necesaria a la familia.

Si en el mundo hay obras divinas, una de ellas es la familia.
Dios la ha creado para que fuera en el mundo una imagen viva de su fecundidad; una manifestación perpetua de su providencia, y una prueba palpable de su amor.
La existencia y la felicidad de la familia dependen de Dios.
Por consiguiente, el culto de Dios en el seno de la familia es un deber de estricta justicia.

El padre ha recibido del cielo una misión sacerdotal: debe adorar, dar gracias, suplicar, pedir perdón en nombre de aquellos cuyo jefe, es responsable.
Enseñar a sus hijos, con sus lecciones y con sus ejemplos, a conocer, servir y amar a Dios, tal es el deber primordial del padre de familia.

La felicidad de todos descansa en el cumplimiento de este deber.
El culto de Dios en el hogar doméstico es necesario para educar a los hijos.
En las rodillas de una madre piadosa, en la escuela de un padre religioso es donde recibe el niño la inolvidable revelación de la bondad y del poder divinos.

¿Cómo no ha de ser bueno este Dios que creado el corazón de la propia madre?
¿Cómo dudar del poder sin límites de Aquel a quien su padre adora?

Así razona el niño. Una enseñanza empezada con la lección y terminada con el ejemplo no se borra jamás; vive siempre en lo íntimo del alma.

El niño es esencialmente imitador: si cree lo que se dice, no es más que porque ve lo que se hace.
El hijo de un padre indiferente abandona bien pronto toda práctica religiosa; el hijo de un impío es bien pronto un perverso.
La experiencia es aquí más decisiva que el razonamiento [Véase Gondal, La religión.].

El acto principal del culto doméstico es la oración en familia.
Se necesitarían volúmenes para explicar la necesidad y los frutos admirables de esta oración en común.

¡Nada más apropiado para mover el corazón de Dios que hacer descender sobre toda una casa las bendiciones del cielo!
La oración, el catecismo, la lectura de buenos libros, el canto religioso, etc., han constituido, durante muchos siglos, la salvaguardia, la fuerza y la felicidad del hogar cristiano.

¡Ah, sí! Una familia sin oración es un cuerpo sin alma; un hogar sin altar no es más que un sepulcro. Todo está muerto en una familia sin Dios.

“La antigua sabiduría proclamó la necesidad de la religión en el hogar doméstico.
Si nos transportamos con el pensamiento en medio de las antiguas familias, hallamos en cada una un altar, y en torno de ese altar a la familia congregada.

Se reunía cada noche para invocarle por última vez. Durante el día; la familia se reunía también para la comida, que siempre empezaba y terminaba con la oración.
En todos estos actos solemnes cantaba en común los himnos religiosos que le habían legado sus padres”[Fustel de Coulanges, La ciudad antigua.].

C) La religión es necesaria a la sociedad.

Dios tiene derecho a un culto público y social. Él es el Señor de la sociedad como lo es del individuo. Ambos son obra suya, y los proclama como su propiedad, con el título de Creador, de Bienhechor y de Juez.

Dios ha creado la sociedad por el mero hecho de haber creado esencialmente sociable al hombre.
Al unirse a sus semejantes, el hombre no hace más que seguir las tendencias irresistibles de una naturaleza que ha recibido de Dios mismo.
Por consiguiente, Dios es el Creador de la Sociedad y, por lo tanto, su Señor.

Dios conserva y gobierna la sociedad que ha creado, dando a algunos de sus miembros el derecho de mandar, e imponer a los otros el de obedecer: sin autoridad no hay sociedad posible.
Pero Dios es la Fuente de todo poder; sólo en nombre de Él pueden los superiores dar órdenes. Y, a la verdad, los hombres son iguales; nadie tiene autoridad sobre sus semejantes.

Por consiguiente, sólo Dios puede dar a algunos el derecho de mandar a los demás. Los gobernantes, quienes quiera que sean, son los delegados, los ministros, los representantes de Dios.
Todo depositario de la autoridad tiene, pues, el deber imperioso de portarse como servidor, como auxiliar del Rey de los reyes y Señor de los que dominan.

Dios no es solamente el Creador y el Jefe de la sociedad y de los pueblos; es también su Protector y soberano Juez: Él es quien eleva y bendice a las naciones, quien las hace prosperar y florecer: Él es el único que recompensa las nobles empresas de los pueblos, como es Él solo quien castiga sus prevaricaciones.

Ahora bien:
un Señor como Dios tiene derecho a la adoración de su criatura; un Bienhechor exige, con toda justicia, el homenaje de la acción de gracias; el Dispensador de todos los bienes espera de sus favorecidos la ofrenda de una oración, y el Juez pide al culpable un acto de arrepentimiento, por lo menos. La sociedad, pues, es deudora a Dios de todos los actos constitutivos de la religión.

Rendir al Creador todos estos homenajes en nombre de la sociedad, es un deber riguroso para los jefes; descuidar cualquiera de estos homenajes es un injusticia; prohibirlos, una iniquidad repugnante. Dios castigará terriblemente semejantes crímenes.

Todos los pueblos han creído siempre que debían celebrar con solemnidades religiosas los grandes recuerdos de su historia nacional; han ofrecido siempre a Dios solemnes acciones de gracias después de sus victorias; y en las horas de crisis han implorado la asistencia del árbitro de los destinos.

No puede haber más que una religión buena, porque sólo una puede ser verdadera. Todo lo que no es verdadero no es bueno: la materia y el error son esencialmente malos. Dios, que es la verdad substancial, ama necesariamente la verdad con todo el amor con que se ama así mismo, es decir, infinitamente, y por lo tanto, detesta infinitamente el error.

Ahora bien, la verdad es una, y no se contradice. Dos proposiciones contradictorias no pueden ser verdaderas. Pero las diferentes religiones se contradicen las unas a las otras; la una rechaza lo que la otra admite; aquélla adora lo que ésta blasfema. Luego, no todas ellas pueden ser verdaderas. Sólo una es buena, porque sólo una es verdadera.

Pretender que todas las religiones son igualmente buenas, es lo mismo que decir que el sí y el no, el pro y el contra son igualmente verdaderos; esto es tragarse el mayor de los absurdos.

Si todas las religiones fueran buenas, sería bueno creer con el Católico en la Iglesia y bueno con el protestante no creer en la Iglesia; sería bueno con el protestante creer en Jesucristo, Dios y hombre, y bueno con Mahoma negar su divinidad… ¡qué absurdos!… Y, sin embargo, éstas son las teorías que nos presentan, como una de las grandes conquistas del espíritu moderno.

2º LA ÚNICA RELIGIÓN BUENA ES LA EXIGIDA POR DIOS

Dios es el Señor, y tiene derecho de ser servido como mejor le plazca. Así como todo soberano reglamenta el ceremonial de su palacio, todo hombre el orden de su casa, todo patrón el trabajo de sus domésticos, así, y con mayor razón, Dios tiene derecho de imponernos la manera como quiere ser servido, la religión conque quiere ser honrado por el hombre, su criatura.

Por consiguiente, si plugo a Dios revelarnos una religión, el hombre tiene el deber estricto de abrazarla y seguirla con exclusión de todas las demás. Es falso que cada cual sea libre de servir a Dios a su manera y de crearse una religión a su capricho.

La religión comprende tres elementos: el dogma, la moral y el culto.

El hombre no es dueño de forjarse un dogma o una creencia, porque no es libre de creer acerca de Dios todo lo que quiera y de rechazarlo que no quiera. No dispone a voluntad de la verdad, no puede pretender que Dios se dé por honrado con sus errores.

Dígase lo mismo respecto a la moral: el hombre no es dueño de fabricarse una regla de moral: es necesario que esta regla se la dicte Dios, su Creador y su Señor.

El culto encierra los actos internos, externos y públicos, mediante los cuales el hombre se propone honrar a Dios y agradarle… Sería absurdo pretender que Dios esté obligado a aceptar los actos de un culto inventado por el hombre.
Sería convertir a Dios en un humilde tributario de todas las prácticas supersticiosas y de todas las extravagancias de los mortales.

Por eso todos los pueblos de la tierra han creído siempre que la religión no puede venir sino de Dios. Los impostores que han introducido falsos cultos, alterando la religión primitiva, fingían estar en relació con el cielo, para tener aceptación.

3º DIOS HA REVELADO LA VERDADERA RELIGIÓN.

Dios ha hablado a los hombres para enseñarles la religión que exigía de ellos.

La revelación es, ante todo, un hecho histórico que debe ser pro hado, como todos los demás hechos de la historia, por testigos y documentos auténticos.

A) Testigos de la revelación son todos los pueblos de la tierra:

a) Los judíos, el pueblo más antiguo que existe.

b) Los pueblos cristianos, que son los más civilizados.

c) Finalmente, los mismos pueblos paganos, puesto que sus anales conservan el recuerdo y las huellas de una religión venida del cielo.

B) Los documentos históricos de la revelación son: los Libros del Antiguo y del Nuevo Testamento y, particularmente, los cinco libros de Moisés y los Evangelios.

Se debe creer en un libro histórico cuando es auténtico, integro y verídico.
Este principio es admitido por la ciencia crítica más exigente. Pues bien, los cinco libros de Moisés, llamados el Pentateuco, son verdaderamente auténticos, íntegros y verídicos, debemos, pues, creer en los hechos que narran.

Pero en estos libros vemos que Dios ha hablado a los hombres para revelarles la religión que exigía de ellos; luego, Dios ha revelado la verdadera religión.

Por lo demás, los Evangelios, cuya autenticidad, integridad y veracidad nadie puede poner en duda, prueban, con certeza, la revelación divina. Dios nos ha revelado la verdadera religión, por medio de su divino Hijo hecho hombre.

AUNTENTICIDAD DEL PENTATEUCO.

El Pentateuco nos viene de los judíos que, durante una larga serie de siglos, lo han considerado siempre como escrito por su legislador Moisés, salvo los ocho últimos versículos, que el Talmud declara escritos por Josué [San Jerónimo opina que fueron escritos por Esdras: lo que no admite duda es que fueron inspirados por Dios (N. del T.)].

No necesitamos entonces probar su autenticidad, puesto que lo poseemos como auténtico de tiempo inmemorial, y la posesión es un título.
Corresponde a los que niegan su origen mosaico probar que no ha sido Moisés quién lo escribió.

Ahora bien, por más que la crítica racionalista en éstos últimos tiempos se afane, con verdadero encarnizamiento, por relegar a Moisés entre los mitos, no ha aducido una sola prueba en apoyo de sus negaciones.
Todo lo que ha podido hacer ha sido imaginar hipótesis, más o menos ingeniosas, pero que, las más de las veces, se destruyen las unas a las otras.
No es lícito negar, basándose en hipótesis, las tradiciones nacionales de todo un pueblo.

Pero, además de la tradición constante y más de tres mil años, contra la cual vienen a estrellarse todas esas miserables argucias, tenemos otras pruebas apodícticas.
No es posible hallar una época en que estos libros hubieran sido fabricados por un falsario.

Las diez tribus de Israel que se separaron de los judíos después de la muerte de Salomón, en el año 975 antes de Jesucristo, guardaron fielmente los libros de Moisés.
Los Samaritanos, que los recibieron de las diez tribus cismáticas, los conservaron y conservan todavía tan religiosamente como los judíos.
Es imposible que dos pueblos tan opuestos los hayan tomado el uno del otro; ambos, pues, los tienen de un mismo origen.
Nos consta que en tiempo de Salomón y de David, más de mil años antes de Jesucristo, toda la familia israelita leía, copiaba y veneraba el Pentateuco como obra de Moisés.

Pero David es contemporáneo de Samuel, que nos lleva hasta los jueces; éstos alcanzan a Josué y Josué, sucesor de Moisés, cita continuamente a éste, su ley y sus libros. No hay, pues, nada más cierto que el origen mosaico del Pentateuco.

El Pentateuco Samaritano es idéntico al de los judíos. Esta secta tan débil parece que no duró tanto tiempo en Palestina sino para atestigua la antigüedad y la integridad de los libros de Moisés.

El pueblo judío ha mirado siempre a Moisés como a un enviado de Dios, y a sus libros, como divinamente inspirados, como libros divinos.
Este pueblo no podía engañarse del origen de los libros que contienen su historia, sus leyes civiles y religiosas, ni acerca de la misión de Moisés, puesto que había sido testigo de los numerosos prodigios obrados por su caudillo.

Por lo demás, los historiadores profanos, y particularmente las tradiciones de todos los pueblos antiguos atestiguan los principales hechos narrados por Moisés, tales como:

1º El caos que precedió al estado actual del mundo.

2º Un estado de felicidad y de inocencia llamado la edad de oro.

3° La caída del primer hombre engañado por la serpiente.

4º La larga vida de los primeros hombres.

5° El diluvio universal; la torre de Babel.

6° La promesa de un libertador, etc.[Véase Nicolás, Estudios sobre el cristianismo; Quatrefages, Unidad de la especie humana.].

IV. LA RELIGIÓN IMPUESTA POR DIOS ES LA RELIGIÓN CRISTIANA: LUEGO TODO HOMBRE QUE CREE EN DIOS DEBE SER CRISTIANO.

Señales o notas de la religión divina

Las señales distintivas de una religión divina son: el milagro y la profecía.

El milagro es un hecho sensible que supera las fuerzas de la naturaleza y que no sucede sino por una intervención especial de Dios.

¿Qué debemos pensar de los que niegan los milagros o los ridiculizan?:

1) Debemos considerarlos como insensatos que se atreven a medir el poder infinito de Dios con el miserable poder del hombre, o como mentirosos, que hablan contra su conciencia; no rechazan los milagros sino para poder negar la religión, que condena sus vicios.

Dicen: a) Nunca he visto ningún milagro.

Cuántos hechos hay en la historia admitidos por vosotros como ciertos y que, sin embargo, no habéis visto…
El testimonio de los hombres, revestido de las condiciones requeridas por la crítica es un medio infalible para conocer la verdad. Luego no podéis negar los milagros afirmados por numerosos testigos y en condiciones de publicidad que alejan toda duda.

b) ¿Por qué no hay milagros en estros tiempos?
¿Y qué otro tiempo fue más fértil en milagros?

En nuestros días se canonizan Santos, como se ha visto en todos los siglos.
Y es sabido que no se canoniza a ninguno sin haber comprobado antes varios milagros verdaderos obrados por su intercesión y comprobado por un equipo de científicos de distintos credos.
En efecto, para comprobación, la crítica moderna exige una comisión. Esa comisión existe y funciona con un rigor y con una escrupulosidad que los incrédulos no serían capaces de imitar.
Esa comisión se halla en Roma para la canonización de los Santos.
Allí, los milagros son expuestos, combatidos, discutidos y, al final, comprobados tan científicamente como podrían hacerlo todas las academias del mundo.

La profecía es la predicción cierta de un acontecimiento futuro cuyo conocimiento no puede ser deducido de las causas naturales. La profecía constituye un verdadero milagro en el orden intelectual.

Sólo Dios puede hacer verdaderos milagros y verdaderas profecías. Los milagros son la firma de Dios, como el sello real es la marca del rey para certificar la autenticidad de sus decretos. Dios no puede hacer milagros para acreditar las mentiras de un impostor; de lo contrario engañaría a los hombres y se haría cómplice del error.

Por consiguiente, una religión probada y confirmada con verdaderos milagros es una religión divina, porque lleva el sello de Dios.

Es así que la religión cristiana está probada con milagros y profecías. Luego, es divina.

Tres clases de hechos prueban la divinidad del Cristianismo: Los que precedieron, los que acompañaron y los que siguieron a la venida de Jesucristo a la tierra.

1º HECHOS ANTERIORES A LA VENIDA DE JESUCRISTO.

La verdadera religión debe remontarse a la cuna del género humano, porque ella es necesaria a todos los hombres.
Es lo que sucede con la religión cristiana. No empezó con la venida de Jesucristo, sino con la creación del hombre.
Ha tenido tres fases distintas: la revelación primitiva, la revelación mosaica y la revelación cristiana.

A) La revelación primitiva, hecha a nuestros primeros padres y los patriarcas, era obligatoria para todo el género humano.

B) La revelación mosaica, hecha a Moisés y a los demás profetas, no era sino el desenvolvimiento de la primera. Su culto, figurativo de la Ley Nueva, no se refería sino al Pueblo judío y debía ser abolido con la venida del Mesías.

C) La revelación cristiana, hecha por Jesucristo y el Espíritu Santo a los Apóstoles, obliga al mundo entero.

A) Revelación primitiva.

De la lectura de los cinco libros escritos por Moisés resultan tres verdades de la mayor importancia.

1) Dios habló realmente a los hombres; habló a Adán, a Noé, a Abrahán, a Jacob, a Moisés, y les reveló las verdades que había que creer, los deberes que había que practicar y el culto que se le debía rendir.

2) Dios creó a Adán, el primer hombre, en estado de inocencia y santidad; le coloco en el Paraíso terrenal y le impuso un precepto, Adán violó la orden de Dios, y por su desobediencia mereció el castigo del Creador, arrastrando en su desgracia a toda su posteridad.

3) Dios prometió enviar al género humano un Redentor, llamado el Mesías, el Desearlo de las naciones.

Tales son los tres hechos narrados en el primer libro de la Biblia: el Génesis. Estos tres hechos son el fundamento de la religión revelada: contienen en germen todo el Cristianismo, tal como fue revelado más tarde por Jesucristo en su forma definitiva.

Pera es evidente que las revelaciones hechas a nuestros primeros padres y la promesa de un Redentor son hechos divinos. Estos hechos, narrados en los libros de Moisés, son ciertos y están probados por las tradiciones, más o menos veladas, de todos los pueblos. Luego, el Cristianismo es divino en su primer período.

B) Revelación mosaica.

Después de la dispersión de los pueblos, la revelación primitiva se altera en el mundo. Para conservar el precioso depósito, Dios elige un pueblo, que debía preparar a los hombres para la venida del Redentor prometido.

Dios preside milagrosamente la formación de este pueblo; le separa de las otras naciones; le da leyes, instituciones religiosas y políticas; designa sus jefes y sus reyes; lo guía a la victoria cuando se muestra fiel, y castiga sus infidelidades con las más tristes derrotas; en fin, Dios interviene en los más pequeños pormenores de su vida, y lo conduce, por los caminos más asombrosos, a su gran destino.

¿Cuál era el destino del pueblo judío?

Anunciar, figurar, esperar al Mesías. El Libertador es señalado con anticipación en el seno de este pueblo, con promesas, figuras y profecías.
Estas últimas precisan la familia de dónde debe salir, la época de su venida, la ciudad que le verá nacer, los milagros que debe obrar y hasta las particularidades de su vida, su muerte, su triunfo final.
Así podrán los hombres conocer fácilmente al Enviado de Dios, al Redentor del género humano.

La historia del pueblo judío es una larga serie de milagros y de profecías perfectamente realizadas, que prueban la divinidad de la revelación mosaica.

Como el sol se anuncia con la aurora, muestra su luz cuando surge, y brilla con todo su esplendor cuando llega al cenit, así la religión revelada se desenvuelve gradualmente: empieza en la religión primitiva, se desenvuelve, en la religión mosaica y brilla con todo su esplendor en la religión cristiana. Esta es el complemento de las dos primeras.

2° JESUCRISTO, SU MISIÓN, SU DIVINIDAD.

El Redentor prometido, Aquel cuya venida habían claramente anunciado Moisés y los profetas, Aquel que fue durante largos siglos el Deseado de las naciones, no es otro sino Jesús de Nazaret.

Después de treinta años de vida oculta Jesús se manifiesta al mundo.

Declara abiertamente que Él es Cristo o el Mesías, enviado por Dios para salvar al fundo y devolverle la vida sobrenatural, perdida por el pecado original: Ego veni ut vitam habeant…

¿Cómo prueba Jesucristo ser el Enviado de Dios, el Redentor esperado por todos los pueblos? Lo prueba:

1° Con las profecías del Antiguo Testamento que se realiza en su persona.

2° Con la sublimidad de su doctrina y la santidad de su vida.

3° Con los innumerables milagros que obra.

La naturaleza entera obedece a su voz: manda al mar, a los vientos y a las tempestades; convierte el agua en vino, multiplica los panes, expulsa a los demonios, libra a los poseídos, sana a los enfermos, resucita a los muertos… En fin, puede decir a sus adversarios: “Si no queréis creer en mis palabras, creed, por lo menos, en mis obras”. Los milagros de Jesucristo prueban que habla en nombre de Dios.

Conocemos la vida y los milagros de Nuestro Señor Jesucristo por los Evangelios. Hemos probado en otra parte la autenticidad, la integridad y la veracidad de los libros del Nuevo Testamento.
El racionalista más apasionado de los tiempos modernos, el impío Renán, se ve forzado a admitir que los Evangelios son auténticos.
Al escribir estos libros, los Apóstoles o los discípulos de Jesús no pudieron engañarse, porque no escribieron sino lo que habían visto, oído y tocado.
No quisieron engañar, puesto que sellaron con su sangre los hechos que atestiguaban.

“Hay que creer en testigos que se dejan degollar para confirmar su testimonio”.
Aun en el caso de que hubieran querido engañar, no lo habrían podido hacer, porque hablaban ante personas que habían sido testigos de las maravillas que anunciaban. Por lo demás, muchos de los hechos narrados por los Evangelios son afirmados también por autores profanos, como Tácito, Plinto el Joven, Josefo y otros historiadores que escribieron poco tiempo después de la muerte de Jesucristo.

Conclusión.

Puesto que Jesucristo es el Enviado de Dios, la religión cristiana es divina.

JESUCRISTO NO ES SOLAMENTE UN ENVIADO DE DIOS, ES EL HIJO DE DIOS VIVO, EL HOMBRE-DIOS.

La divinidad de la religión cristiana se demuestra, independientemente de toda otra prueba, por el testimonio que Jesucristo da de sí mismo.

1° Jesucristo se llama a sí mismo Dios, en presencia de sus discípulos, en presencia de las muchedumbres, en presencia de sus jueces; y prefiere morir en un patíbulo proclamando su divinidad, antes que sustraerse a la muerte reconociendo lo contrario.
Pues bien, el simple hecho de que Jesucristo se haya proclamado Dios nos obliga a concluir que realmente lo es.

Y, ciertamente, una de dos: o creía en lo que decía, o no creía. Si se creía Dios sin serlo era, y perdónese la palabra, un insensato.
Si no creía lo que decía, era un malvado y un blasfemo. Diciéndose Dios sin serlo, se hacía culpable de la impiedad más audaz y de la mayor impostura. Un hombre que hiciera lo mismo en nuestros días sería recluido en un manicomio.

Pero la Sabiduría de Jesús está probada por la excelencia de su doctrina, y su santidad es proclamada por todos los testigos de su vida: Luego, Jesucristo es verdaderamente el Hombre-Dios.

Además, Jesucristo no se contenta con afirmar que es Dios; prueba sus afirmaciones por medio de milagros; El milagro es un hecho divino: sólo Dios puede obrar milagros, por sí mismo o por sus delegados.
Prueba pues, el milagro que Dios ha puesto su poder a disposición de Aquel que lo obra.
Pero Dios no puede poner su poder a disposición de un impostor, porque esto sería engañar indignamente a los hombres. Luego, Jesucristo que afirma ser Dios y que hace milagros para probarlo, es realmente Dios: es el Hombre-Dios el Emmanuel deseado por todas las naciones.

2° JESUCRISTO VIVIO COMO HOMBRE-DIOS.

La persona de Cristo no se parece a ninguno de los grandes personajes cuyo retrato nos ha conservado la historia.
Su vida sin macha, sin afectación ninguna, no nos deja entrever ni una sola de las mil miserias morales comunes a la humanidad.
Caridad compasiva y universal, perdón de las injurias, amor a los enemigos, dulzura y pureza de incomparables costumbres, paciencia invencible en soportar las contrariedades, modestia suprema en los honores, valor indomable para afrontar las persecuciones por la justicia, etc.;
tales eran las principales virtudes que brillaban en su persona. Su vida entera es el tipo más perfecto de la santidad. El mismo Rousseau lo confiesa: “La vida de Jesucristo es la vida dé un Dios”.

3° JESUCRISTO MURIÓ COMO HOMBRE-DIOS.

Jesucristo murió en la Cruz, pero su muerte es una prueba de su divinidad, más brillante aun que su vida milagrosa.

Jesús muere, pero su muerte había sido decretada, prevista desde el origen del mundo, como el gran acto de su misión de Redentor: esa muerte estaba figurada en todos los sacrificios, predicha por los profetas y anunciada por Él mismo con todos sus pormenores.

Murió, pero libremente, voluntariamente, el día y hora había fijado.

Murió, pero por haber sostenido en presencia de sus jueces que era Hijo de Dios.

Murió, pero como vencedor que regala un reino a un compañero de suplicio.

Murió, pero como Dios que manda a la naturaleza…

El velo del templo se rasgó, las rocas se partieron, las tumbas se abrieron, el sol se eclipsó, y la tierra tembló hasta en sus fundamentos y salieron algunos muertos de sus sepulcros.
Estos prodigios están testificados por los mismos autores paganos.

Murió, pero al morir obligó a los autores de su muerte a confesar su divinidad: “Verdaderamente era el Hijo de Dios”.
Eligió , la cruz por cetro de su reino, por carro de triunfo y por arma de victoria sobre el infierno y sobre el mundo.

4° JESUCRISTO RESUCITÓ COMO HOMBRE-DIOS.

El Cristianismo reposa sobre un hecho grave, solemne, fácil de comprobar: la resurrección de Jesucristo.
Resucitar un muerto es probar que es el Enviado de Dios; pero resucitarse a sí mismo es mostrar que se es dueño de la Vida y de la muerte, es probar que se es Dios.

El hecho de la Resurrección está narrado en los Evangelios.

Tres pruebas lo hacen absolutamente cierto:

1º La imposibilidad en que se hallaban los Apóstoles de robar el cuerpo de Jesucristo para hacer creer que había resucitado.
El cuerpo estaba encerrado en un sepulcro tallado en la roca: la entrada de éste se hallaba obstruida por una gruesa piedra y sellada con el sello del Estado, y un grupo de guardias velaba junto a él.

2º El testimonio de los Apóstoles, de los discípulos y de más de quinientas personas que le vieron y tocaron después de su Resurrección.

3º Si no hubiera resucitado, los Apóstoles no hubieran podido hacer milagros en su nombre. Pero como es cierto que los hicieron, luego es cierto que Cristo resucitó.

Jesucristo resucitó: luego, es Hijo de Dios, y Dios mismo.
El simple buen sentido justifica este razonamiento.
Jesucristo dijo que era igual a su Padre, Dios como su Padre, y por haberse atribuido la divinidad sus enemigos le condenaron a muerte.
Si no era realmente Dios, hubiera cometido un fraude, una usurpación sacrílega que le hubiera hecho acreedor a todas las maldiciones del cielo.

Mas vemos que el Todopoderoso le llama nuevamente a la vida, y le muestra al mundo vencedor de la muerte y del infierno.
Luego, Dios confirma todas sus enseñanzas, aprueba todas sus palabras, proclama su divinidad. Jesucristo resucitó; luego la religión que fundó es divina.

5º Podemos ir más adelante y decir: Si Dios existe, como lo hemos demostrado, Jesucristo es Dios.
Dios, por el mero hecho de existir por sí mismo es infinitamente perfecto: no puede pues, de ninguna manera, hacerse autor o cómplice del mal; sería cómplice del mal y de un gran mal, si Jesucristo no fuera Dios.

Nada más fácil de probar: Jesucristo resucitó; luego, la religión que fundó es divina y, para probarlo, hace numerosos y extraordinarios milagros.
Pero el milagro es obra de Dios: nadie puede hacer milagros si no los hace en nombre y por el poder de Dios.

Pues bien, en presencia de las afirmaciones y de los milagros de Jesús, un dilema se impone: o Jesucristo dice la verdad cuando afirma que es Dios, y entonces lo es realmente, o no. Pero si no es Dios, ha mentido, es un impostor, y el mayor de todos los impostores.
Si es un impostor, Dios es su cómplice, el cómplice de sus mentiras. ¿Por qué? Porque le ha prestado su poder para hacer milagros, para acreditar su impostura y engañar así al género humano.
Pero un Dios infinitamente perfecto no puede prestar su poder para engañar a los hombres; luego, puesto que Jesucristo afirma que es Dios y hace milagros para probar sus afirmaciones, hay que creer en su divinidad, o decir que Dios no existe.

“No hay Dios en el cielo, decía el gran Napoleón, si un hombre ha podido llevar a cabo con éxito el designio gigantesco de hacerse adorar en la tierra, usurpando el nombre de Dios. Sólo Jesús se ha atrevido a decir: Yo soy Dios; luego, es realmente Dios”.

Conclusión;

Siendo Jesucristo Dios, resulta que la religión cristiana fundada por Él, es la única divina, la única obligatoria para todos. Hay que creer todos los dogmas que Ella enseña, practicar todos los deberes que Ella impone.

3º HECHOS POSTERIORES A LA VENIDA DE JESUCRISTO.

Creemos inútil recordar aquí los numerosos y célebres milagros que rodearon con una aureola divina la cuna del Cristianismo: tales como el milagro de Pentecostés, la conversión de Saulo, la liberación de San Pedro, diversas curaciones y resurrecciones obradas por los Apóstoles.

Inútil también recordar las espantosas desgracias que cayeron sobre la nación judía. Estas desgracias, sin precedente en la historia, cumplieron a la letra las profecías de Jesucristo.

Se pueden negar todos los milagros; pero hay un hecho cierto, innegable, en que la intervención de Dios en favor de la religión cristiana se muestra de una manera más evidente que en la resurrección de un muerto: es el establecimiento y la propagación rápida del Cristianismo en el mundo.

A los ateos, a los deístas, a los panteístas, a todos los incrédulos finalmente, que se atreven a negar los milagros de Jesucristo y de los Apóstoles, les proponemos el dilema que San Agustín proponía a los incrédulos de su tiempo:

La religión cristiana se ha establecido con el auxilio de Milagros, o sin él. Meditad bien vuestra respuesta, y elegid:

1° Si confesáis los milagros de Jesucristo y de los Apóstoles, confesáis con eso mismo que la religión cristiana es obra de Dios: una religión confirmada con milagros, es una religión divina.

2º Si negáis estos milagros, conformáis todavía la divinidad del cristianismo. Porque si una religión enemiga de todas las pasiones, incomprensible en sus dogmas, severa en su moral, se ha establecido sin milagros, su establecimiento en el mundo es el mayor y el más estupendo de los prodigios.

Doce pescadores de Galilea, ignorantes, sin fortuna, sin elocuencia, predican dogmas incomprensibles, una moral de una austeridad que espanta, proponen a la adoración del universo un hombre muerto en una cruz, y el mundo cae de rodillas ante la cruz de Jesucristo. Este suceso sería imposible si no fuera obra de la Omnipotencia de Dios: A Domino factum est istud (Esto ha sido hecho por el Señor).

a) La empresa.

Jesús eligió doce hombres, los instruyó durante tres años y les descubrió su designio: “Id de un extremo a otro del mundo, les dijo, destruid todas las divinidades que adoran los mortales; arrojad de sus altares al Apolo de Grecia, al Júpiter de Roma; destruid, sobre todo, los ídolos del corazón: el orgullo, la codicia, la voluptuosidad. Yo quiero ser el único adorado en la tierra como Todopoderoso, Creador, Redentor, Soberano Juez de vivos y muertos”.

¡ Qué empresa! ¡Derribar los altares de los dioses, defendidos por todas las fuerzas del Imperio Romano, y hacer adorar en su lugar a un hombre crucificado entre dos ladrones. [Cuando todo el Imperio romano tenían al que moría crucificado como al más desgraciado de los hombres ya que era la pena más humillante y desvergonzada.]!…

¿No es imposible y humanamente absurdo este proyecto?

b) Los medios.

Jesucristo desdeña los medios humanos: la riqueza, la fuerza, la elocuencia.
Elige doce hombres tímidos, débiles, pobres, ignorantes.
El pescador Simón Pedro, el publicano Mateo, humildes y obscuros pescadores del lago de Genesaret: he ahí los hombres a quienes Jesús ordena que proclamen y hagan reconocer su divinidad.

“Yo os envío, les dice, como ovejas en medio de lobos; pero no temáis, porque Yo os daré la victoria”. ¡Promesa extraña!
Si Jesucristo no es Dios, su proyecto es la más insigne locura que haya brotado jamás de cabeza humana; y los Apóstoles debían sucumbir desde el primer día, no bajo el peso de la persecución, sino bajo el peso del ridículo.

c) El éxito.

Pues bien, ¿qué sucedió? Estos hombres ignorantes, estos rudos pescadores van de ciudad en ciudad predicando la locura de la cruz a los sabios y a los filósofos.
Y sabios e ignorantes, ricos y pobres se alistan bajo este estandarte de ignominia. Abjuran de sus antiguas creencias; desprecian las riquezas, los honores, los placeres; se dejan destrozar, quemar, ahogar, ¡por amor a un hombre muerto en un patíbulo infamante!

Una cruz de madera, plantada en medio del mundo obra repentinamente una revolución inmensa, increíble.

Y sin embargo, ¡cuántos obstáculos! Los prejuicios religiosos y de nacionalidad, el despotismo celoso de los emperadores, el orgullo de los filósofos, la corrupción inveterada de las masas, las pasiones sublevadas oponen una resistencia tenaz, terrible.

Hay que mudarlo todo, hay que transformarlo todo: culto, leyes, costumbres y hasta el lenguaje. En medio de tantas resistencias, y con tales medios, el Cristianismo no podía establecerse en el mundo: era imposible. Y sin embargo, se estableció rápidamente.

Está probado que, vivos todavía los Apóstoles, el Evangelio era predicado en todos los pueblos, desde las orillas del Ganges hasta el Océano Atlántico.
Y que menos de tres siglos bastaron para hacerlo triunfar en la mayor parte de esos pueblos.Nuestros adversarios lo confiesan:
“Cuando San Pablo, dice Vacherot, muere, la semilla de la palabra cristiana germina en todas partes, en Asia; en Grecia, en Roma. Fáltale sólo desarrollarse para convertirse en el árbol que cubrirá el mundo”.
Un siglo y medio más tarde, errando Constantino subió al trono, el paganismo agonizaba y todo el Imperio estaba lleno de cristianos.

El Cristianismo no podía sostenerse veinticuatro horas entre tantos enemigos encarnizados; y subsiste hace Más de diecinueve siglos.
Mil veces el mundo entero, arrojándose contra la cruz habría querido pulverizarla, aniquilarla; mas ella permanece siempre enhiesta, y el universo, prosternado, adora a Aquel que ha triunfado por la cruz: regnavit a ligno Deus. (Reinó desde el madero de Dios.)

¿No veis ahí el dedo de Dios? ¡Y pedís todavía milagros!

Pero, ¿qué milagros reclamáis, si ése no os basta?
Los enfermos sanados, los muertos resucitados, el sol detenido en su carrera,
¿son acaso prodigios más grandes que ver al mundo prosternado a los pies de un judío crucificado?…

Sí; el mundo civilizado que acepta, bajo la palabra de doce pescadores de Galilea, los misterios incomprensibles y la severa moral del Cristianismo, es un fenómeno que la razón no explicará jamás si no recurre a la omnipotencia de Dios.

N. B. Cuando un impostor quiere seducir a los pueblos, se guardia muy bien de imponer sacrificios a la razón y a las pasiones.
Proclama la libertad, la independencia; fomenta todos los malas instintos del corazón; abre ancho camino al orgullo, a la codicia, a la sensualidad.
Ese es el secreto de los éxitos de todos los falsos inventores de religiones humanas. Se explica.

Por el contrario, hacer aceptar, no por algunos individuos sino por el genero humano entero, una doctrina extraña que choca con la razón, que va contra todas las tendencias más vivas del corazón ¿es cosa natural?
¿Se explica sin la intervención divina?

El Cristianismo es una creación más asombrosa que la del universo.
El mundo no existía; Dios habló y el mundo fue hecho: dixit, et facta sunt. (Dijo y fueron hechas).
El mundo no creía, todo se oponía a que el mundo creyera; Jesucristo mandó y el mundo creyó: Jussit el creditum est,(El lo mandó y creyó) dice San Agustín.

He ahí el mayor de todos los milagros, y que prueba de una manera irrefutable la divinidad de la religión cristiana.

A estas pruebas se puedese añadir todavía:

1°, el número y constancia de los Mártires;

2º, los frutos maravillosos que el Cristianismo ha producido y produce todos los días, en el mundo;

3°, la excelencia de la doctrina cristiana, etc..

Conclusión:

1° Es necesario una religión: la ley natural nos la impone.

2° No puede haber más de una religión buena: la que Dios ha impuesto.

3° Hace mucho tiempo que la recta razón ha dado juicio definitivo sobre todas las religiones que existen fuera del Cristianismo.
Ni siquiera se las discute hoy; no resistamos al examen; tales son: el paganismo, el budismo, el fetichismo y el mahometismo.

4° La religión cristiana es la única que tiene pruebas:
la incredulidad lo reconoce, pues sin ello no se explicarían los esfuerzos que hacen para destruirlas. Muchas de estas pruebas son tan poderosas, que cada una de ellas, tomada aisladamente, bastaría para convencer a cualquier espíritu recto y leal.

¿Qué no Podrán todas consideradas en su conjunto?…
Si el Cristianismo no fuera la única religión verdadera, sería Dios mismo quien nos habría inducido a error.

5º Por consiguiente, la religión cristiana es absolutamente necesaria y obligatoria. Jesucristo dijo:
“Todo el que creyere y recibiere el bautismo, se salvará; todo el que no creyere será condenado”. Luego, todo hombre que cree en Dios debe ser cristiano.

V. LA RELIGIÓN CRISTIANA NO SE HALLA SINO EN LA IGLESIA CATÓLICA LUEGO, TODO CRISTIANO DEBE CATÓLICO

Nuestro Señor Jesucristo vino a la tierra para salvar a todos los hombres de todos los tiempos y de todos los países.
No quiso quedarse en la tierra de una manera visible; pero, por otra parte, era necesario que su religión se conservara y propagara por todos los pueblos, a través de los siglos, hasta el fin del mundo.

¿Qué medio eligió para conservar, propagar y hacer practicar su religión?

La Iglesia. La Iglesia es la sociedad religiosa establecida por Jesucristo para conducir a los hombres a la salvación eterna, mediante la práctica de la religión cristiana.

1° JESUCRISTO FUNDA LA IGLESIA.

Una sociedad es una agregación de hombres que, de común acuerdo, tienden a un mismo e idéntico fin. Este acuerdo común no es posible sino mediante la acción de una autoridad que dirija los esfuerzos individuales hacia el fin común.

Hay, por consiguiente, en nada sociedad dos partes constitutivas: los gobernantes, que mandan, y los gobernados, que obedecen. Los unos y los otros se unen para conseguir un fin común, fin que está determinado por la naturaleza de la sociedad.

Jesucristo fundó la sociedad religiosa. Antes de dejar este mundo dijo a los Apóstoles: “Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra.
Id, pues, instruid a todas las naciones Bautizándolas en el, nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Enseñadles a observar todo lo que Yo os he ordenado.
Y mirad que Yo estoy con vosotros, todos los días, hasta la consumación de los siglos” [Mt. 28, 18-20; Mc. 16, 15-16.].

I. Por una parte, Jesucristo elige doce Apóstoles, a los que da una triple autoridad:

a) El poder de enseñar:

“Id, enseñad a todas las naciones… predicad el Evangelio a todas las criaturas”.

b) El poder de santificar: “Bautizadlas en el nombre del Padre y el Hijo y del Espíritu Santo”.

c) El poder de mandar:

“Enseñadles a observar todas las cosas que Yo os he mandado”.

II Por otra parte, Jesucristo impone a todos los hombres la obligación estricta de someterse a la autoridad de los Apóstoles. Añade:

“El que creyere será salvo; mas el que no creyere será condenado”[Mc. 16, 16.].

Con , estas palabras, Nuestra Señor impone a todos los hombres la obligación de creer en la palabra de los Apóstoles, de guardar sus mandamientos, de recibir, por su intermedio, la gracia, a fin de llegar a la salvación eterna.

El Salvador funda así una verdadera sociedad: los Apóstoles son los gobernantes; los fieles, los gobernados; el fin común es la felicidad eterna que hay que conseguir mediante la profesión de la misma fe, la observancia de los mismos preceptos, la participación de los mismos Sacramentos.

2º GOBIERNO DE LA IGLESIA.

Jesucristo establece el gobierno de la Iglesia bajo la forma de una monarquía. En una monarquía hay un jefe soberano único: el rey o emperador, y jefes subalternos: los gobernadores de provincia.

El Señor elige a uno de sus Apóstoles para monarca de su Iglesia.
Desde el principio promete a Pedro el poder soberano:
“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos:
y todo lo que atares sobre la tierra, será atado en los cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra, será también desatado en los cielos” [Mt. 16, 18-19.].

Estas palabras de Cristo expresan el Poder soberano dado a Pedro bajo una triple figura.

Pedro será el fundamento de la Iglesia, y el fundamento de una sociedad es la autoridad suprema; recibirá las Llaves del Reino de los Cielos, y entregar a alguno las llaves de una ciudad es hacerle dueño de la misma.

Finalmente, Pedro tendrá el poder de atar y de desatar, es decir, el poder de imponer leyes que liguen la conciencia y de dispensar de las mismas, etc.
Luego, Pedro poseerá un poder pleno, ilimitado: será el Monarca visible del reino de Jesucristo.

Cumplimiento de la promesa.
Jesús ha resucitado; acaba de exigir a Pedro una triple confesión de amor y le dice: “Apacienta mis corderos… apacienta mis ovejas”.

Estas palabras presentan a la Iglesia como un rebaño; en este rebaño, Jesucristo distingue los corderos de las ovejas, indicando con la palabra corderos a los simples fieles, y con la palabra ovejas a los que dan la vida sobrenatural: los Sacerdotes y los Obispos.
Es así que a la cabeza de todos ellos Jesucristo coloca a Pedro y le encarga que apaciente y gobierne, con pleno poder, su rebaño; luego, a Pedro confiere la autoridad suprema.

Esta forma de gobierno no puede ser mudada, porque es de institución divina.
La Iglesia debe subsistir hasta el fin de los silos porque las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella, la prerrogativa de San Pedro de ser la piedra fundamental de la Iglesia no puede terminar con él, sino que debe perpetuarse en sus sucesores hasta el fin del mundo, pues un edificio no puede subsistir sin el fundamento que lo soporta:
“A un edificio eterno corresponde un fundamento eterno”.
Por consiguiente el, sucesor de Pedro debe ser el heredero de su poder soberano.

Tal es por lo demás, la enseñanza persistente y unánime de la Tradición y de los Santos Padres.

Hay, pues, en la Iglesia de Cristo, un Jefe supremo y único: el Papa, sucesor de San Pedro; y gobernadores de provincia, los Obispos de las diversas diócesis, los cuales están subordinados al Papa, como los Apóstoles estaban subordinados a San Pedro.

3° NATURALEZA DE LA IGLESIA.

La Iglesia es una verdadera sociedad.
¿Cuál es su naturaleza? ¿Cómo se distingue de las demás sociedades humanas?

a) La Iglesia es una sociedad humana, pues se compone de hombres unidos par vínculos externos y visibles.

Los Jefes de la Iglesia son hombres, sus miembros son hombres, los medios empleados para unirlos: Predicación, Leyes, Culto, Sacramentos, son vínculos externos y visibles.
Luego, la Iglesia es ante todo, una sociedad visible, como las demás sociedades humanas. Una Iglesia invisible no sería capaz de conservar la religión de Jesucristo. Sin embargo, la Iglesia es también una sociedad espiritual que se dirige al alma por intermedio del cuerpo: es la sociedad de las almas, como el Estado es la sociedad de los cuerpos.

Por eso, los miembros de la Iglesia no están unidos solamente por vínculos externos, sino también por vínculos espirituales, invisibles, que son la Fe, la Gracia Virtudes infusas y los Dones del Espíritu Santo.
Estos vínculos espirituales constituyen lo que se llama el alma de la Iglesia.

b) La Iglesia es una sociedad sobrenatural en su fin que es procurar a los hombres la visión beatífica; en los medios de que dispone: la Palabra de Dios, los Sacramentos; en los bienes que proporciona: la Gracia, las Virtudes infusas, Dones sobrenaturales por excelencia…

c) La Iglesia es una sociedad divina: Jesucristo, que la fundó y que la gobierna, es Dios; el Espíritu Santo, que la anima, es Dios; sus poderes vienen de Dios; tiene por misión comunicar a las almas la virtud divina.

d) La Iglesia es una sociedad Perfecta: posee en sí misma todos los elementos de una sociedad completa e independiente:

1°, un fin completamente distinto de los fines buscados por las otras sociedades;

2º, una autoridad independiente de todo otro poder;

3°, medios convenientes para alcanzar su fin.

Es incomparablemente superior a todas las otras sociedades, por su origen, su fin, su constitución y la asistencia divina, que le está prometida hasta la consumación de los siglos.

Conclusión.

En todas partes, la historia nos muestra a la Iglesia como una sociedad divinamente instituida para gobernar a las almas, como una sociedad que subsiste por sí misma, viviendo en paz con las repúblicas como con las monarquías, pero libre e independiente de los gobiernos de la tierra.

4º DESTINO DE LA IGLESIA.

¿Con qué fin fundó Jesucristo la Iglesia?

El fin del Salvador está perfectamente indicado en la triple misión que confiere a los Apóstoles:

a) El poder de enseñar o la misión doctrinal, tiene evidentemente por objeto conservar y predicar la doctrina de Jesucristo.

b) El poder de santificar o la misión pastoral, está destinado a aplicar a los hombres la Gracia de Cristo, a purificarlos del pecado y a santificarlos.

c) El poder de gobernar, tiene por fin hacer practicar a los hombres, miembros de la Iglesia, los preceptos y las virtudes de Jesucristo que los hacen dignos del cielo.

Tal es el fin próximo de la Iglesia. Su fin último es: la gloria de Dios y la salvación de los hombres.

Debe, pues, la Iglesia continuar en la tierra la obra de Jesucristo: “Como mi Padre me ha enviado a Mí, dijo el Salvador a sus Apóstoles, así os envío a vosotros” con el mismo poder y con la misma misión.

Por consiguiente, abrazar la religión de Jesucristo es lo mismo que entrar en su Iglesia. Luego, puesto que todo hombre está obligado, si no quiere condenarse, a abrazar la religión de Jesucristo, está por lo mismo obligado a entrar en su Iglesia.

5º LA VERDADERA IGLESIA DE JESUCRISTO ES LA CATÓLICA.

Tres sociedades religiosas se dicen cristianas:

a) La Iglesia Católica, la más antigua y la más extendida.

b) Las Iglesias griega y rusa, separadas hace muchos siglos, de la Iglesia Católica.

c) Las Iglesias protestantes, separadas de la Iglesia Católica en el siglo XVI, y subdivididas en innumerables sectas.

Pues bien, sólo una Iglesia puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo, porque Él no fundó más que una sola Iglesia. Esta Iglesia de Cristo es la Iglesia Católica, como vamos a demostrar.

1a Prueba.

La verdadera Iglesia de Jesucristo es aquella en la cual se encuentra el legítimo sucesor de Pedro, porque es a Pedro a quien Jesús dio las llaves del cielo y a quien puso como Pastor supremo de sus corderos y de sus ovejas.
Es así que el legítimo sucesor de Pedro es el Obispo de Roma. Luego…

La historia nos dice que Pedro fue a Roma, que allí estableció su Sede y que allí murió, después de haber ocupado la Cátedra pontificia durante veinticinco años.
Estos hechos están atestiguados por un gran número de monumentos.

El Apóstol San Pedro obtuvo la corona del martirio, durante el imperio de Nerón, en el año 67; y se ve la cadena de los legítimos sucesores de Pedro, prolongarse sin interrupción hasta Paulo VI (BENEDICTO XVI, diríamos ahora), hoy Obispo de Roma y Jefe Supremo de la Iglesia Católica.
Luego, la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo es la Iglesia del Papa: Donde está Pedro, allí está la Iglesia.

Por consiguiente, toda Iglesia o todo hombre que se separa del Papa, sea por herejía, sea por rebelión, no practica la verdadera religión de Jesucristo.

2a Prueba.

Cristo, para la conservación y difusión de su doctrina, que es la base de toda religión, instituyó una autoridad viviente, infalible y perpetua.

Una autoridad viviente, porque a enviados vivientes que fueron sus Apóstoles, dio esta misión: “Id, enseñad a todas las naciones, etc.”.

Una autoridad infalible, porque Jesucristo promete su asistencia: “Enseñad, dice Él, Yo estoy con vosotros todos los días…”. Y puesto que Jesucristo enseña por medio de sus Apóstoles, éstos no pueden ni engañarse ni engañarnos; El Salvador garantiza su enseñanza.

Una autoridad perpetua, porque Jesucristo añade:
“Yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos”.
Debían, pues, los Apóstoles tener sucesores, porque no podían vivir hasta el fin, del mundo.
Esta autoridad viviente, infalible, perpetua, no puede hallarse sino en los sucesores de Pedro y de los Apóstoles.
Es así que el Papa y sus Obispos unidos al Papa son los sucesores de los Apóstoles. Luego, la autoridad establecida por Jesucristo no se halla sino en la Iglesia Romana.

3a Prueba.

La Iglesia, fundada por Jesucristo, debe ser Una, Santa, Católica y Apostólica.

Estas son las cuatro notas distintivas de la verdadera Iglesia:
Estas notas o señales, evidentemente trazadas en el Evangelio, insertas en el Símbolo de los Apóstoles y en el de Nicea, corresponden exactamente a la Iglesia Católica y sólo a la Iglesia Católica.

Y ciertamente, la Iglesia Romana es Una; no tiene más que un Jefe, el Papa, al que obedecen los pastores y fieles; una sola fe, una sola ley y un solo culto.
Sus fieles, esparcidos por todos los ámbitos del mundo, recitan el mismo símbolo (o Credo), observan los mismos preceptos y participan de los mismas Sacramentos.

Diferentes opiniones acerca de puntos que la Iglesia no ha definido, ciertas divergencias toleradas por el Papa en las costumbres y ritos eclesiásticos, no están en contradicción con la unidad necesaria.
Es el caso de repetir la sentencia de San Agustín:
“¿En las cosas necesarias, unidad; en las dudosas, libertad; en todas, caridad”.

La Iglesia Romana es Santa: posee una doctrina santa y santificadora, el Evangelio en toda su integridad; medios de santificación verdaderamente eficaces: los Sacramentos; en fin, no cesa de engendrar Santos, a los cuales glorifica Dios con manifiestos milagros.
Los grandes Santos son una señal muy segura, por la cual se reconoce la santidad de la Iglesia, porque es evidente que aquellos que se distinguen por su santidad están animados y dirigidos por el Espíritu de Dios, y el camino que siguen no puede ser el camino del error…

La Iglesia Romana es Católica, o universal, en el tiempo y en el espacio: donde Cristo persevera a través de los siglos; está extendida por todas partes del mundo; en todos los tiempos ha sido fácil reconocerla por esta señal, porque ha sido siempre la Gran Iglesia.

Actualmente, la catolicidad de la Iglesia Romana se manifiesta tanto por su difusión en todos los puntos del globo como por el gran número de sus miembros:
Ella sola cuenta más fieles que todas las sectas herejes reunidas.

Finalmente, la Iglesia Romana es Apostólica por su origen: ha sido fundada sobre los Apóstoles; por su doctrina: ha conservado con el Símbolo de los Apóstoles todas sus enseñanzas; por la sucesión no interrumpida de sus Pontífices: los Papas se remontan hasta San Pedro.

La apostolicidad es la nota mayor de la Iglesia de Jesucristo. Para tener el derecho de enseñar la religión a los hombres hay que ser enviado de Dios.
El Salvador envía a sus Apóstoles dándoles el poder de enviar a sus sucesores; por consiguiente, quien no recibe su misión de los Apóstoles, no puede ser enviado de Dios; no merece ninguna fe.
En estas condiciones se hallan: Focio, Lutero, Calvino y los otros pretendidos reformadores, separados de los Apóstoles por un espacio de muchos siglos.

Conclusión.

1º La Iglesia Romana es la única verdadera Iglesia de Jesucristo, porque Cristo no fundó más que una Iglesia, como no enseñó más que una doctrina ni instituyó más que un Jefe.
Ninguna de las sociedades religiosas separadas de ella posee la unidad de doctrina y de gobierno; ninguna produce Santos cuya santidad sea confirmada por milagros; ninguna se remonta hasta Jesucristo, y ninguna tiene por superiores legítimos a los sucesores de los Apóstoles.
Estas sociedades religiosas ni siquiera tienen la pretensión de poseer en su seno al legítimo sucesor de Pedro, Cabeza y Centro de toda la Iglesia. Por consiguiente, no son la Iglesia de Jesucristo.

2º La religión cristiana no se halla sino en la Iglesia Católica Romana.

Cristo no ha dada sino a su Iglesia los poderes de enseñar la religión, de conferir la Gracia y de guiar a los hombres a la felicidad eterna.
Por consiguiente, todo el que voluntariamente queda fuera de la Iglesia Católica no practica la religión de Jesucristo en toda su integridad; no puede salvarse, puesto que desobedece a Jesucristo. En otras palabras: todo cristiano debe ser católico.

Divinidad de la Iglesia Católica probada por sus caracteres. La Iglesia Católica es la verdadera Iglesia de Jesucristo, según acabamos de demostrar. Por consiguiente, es divina.

Pero, además de estas pruebas, la Iglesia lleva en sí misma las señales infalibles de su divinidad; así lo afirma el Concilio Vaticano I:

“La Iglesia, por sí misma, con su admirable propagación, su eminente Santidad, por su inagotable fecundidad para todo lo bueno, con su unidad Católica, y su inmutable estabilidad, es un grande y perpetuo argumento de credibilidad, un testimonio irrecusable de su misión divina.

“Y por eso la Iglesia Católica, como una señal enhiesta en medio de naciones, atrae hacia sí a los que no tienen todavía la fe, y da a sus hijos la certeza de que la fe que profesan reposa sobre un fundamento inconmovible” [De Fide, III.].

Una palabra sobre cada una de estas señales.

1º Admirable propagación de la Iglesia.

La Iglesia Católica y la religión cristiana se identificaron, al menos hasta el siglo X, en que aparecen las Iglesias cismáticas.
Pero hemos demostrado que la propagación de la religión cristiana y, de hecho, de la Iglesia Católica, no puede ser sino obra de Dios; luego, la Iglesia Católica es divina.

La Iglesia Católica convirtió los pueblos idólatras, transformó las costumbres paganas e hizo brotar en el mundo las virtudes cristianas.
La Iglesia Católica durante los tres primeros siglos, produjo, millones de Mártires, testigos heroicos de su fe y de su misión divina.

2° Santidad eminente de la Iglesia Católica.

Dios estableció la Iglesia para iluminar a los hombres, perfeccionarlos, hacerlos mejores y conducirlos al cielo; por lo mismo, la verdadera Iglesia debe ser Santa.
La Iglesia Católica es Santa en su doctrina, que prescribe todas las virtudes y condena todos los vicios; Santa en sus Sacramentos, que producen la santidad y dan una fuerza divina para practicar las más hermosas virtudes.

El verdadero Católico posee lo que no se halla en otra parte: el temor de ofender a Dios, el arrepentimiento llevado hasta la confesión voluntaria de sus culpas, el amor a la oración y a las comunicaciones con Dios.

El sacerdote Católico ofrece el Santo Sacrificio; no tiene familia, y es de la familia de todos, y se sacrifica por todos.
Él es, en una palabra, el hombre de Dios y el hombre del pueblo.
La santidad le es de tal manera inherente, que sus más pequeñas faltas causan escándalo. ¿Por qué? Porque las manchas siempre se notan en un vestido blanco.
Los religiosos realizan la perfección evangélica mediante los tres votos de pobreza, de castidad y de obediencia.

Finalmente:

sólo la Iglesia Católica posee el privilegio de producir Santos, cuya heroica santidad se manifiesta con milagros esplendorosos.
Siempre los ha contado en su seno. Basta, para convencerse, leer las Vidas de los Santos escritas por los Padres Bolandistas con un acopio sorprendente de documentos y una crítica admirable.

3º Inagotable fecundidad de la Iglesia Católica.

Se juzga al árbol por sus frutos.
Pues bien, doquiera la Iglesia Católica se ha propagado, ha producido frutos admirables, que manifiestan una savia divina. Ha transformado los hombres, las ideas, las costumbres, las instituciones, la sociedad entera.
Ha iluminado las inteligencias acerca de las verdades que más nos importa conocer. Ha ennoblecido los caracteres con la práctica de las más sublimes virtudes y elevado el nivel de la conciencia pública.
Por último, la Iglesia ha dado a los pueblos la verdadera civilización y los ha dotado de bienes inapreciables.

Sólo ella ha suscitado, en todos los siglos, millares de hombres y de mujeres, dedicados hasta la muerte al servicio de los pobres, de los enfermos, de los apestados, de los leprosos y de todas las miserias de la humanidad.
No hay más que volver a leer lo que hemos dicho acerca de los beneficios en la Iglesia: Ella es, realmente de una fecundidad inagotable para todo lo bueno en el orden material, en el intelectual y en el moral…
Estos hechos son milagros de orden moral; y, por lo demás, en ninguna otra parte se vio nada tan divino.

4° Unidad Católica de la Iglesia.

La unidad es el sello de las obras de Dios. La verdadera religión debe unir a los hombres entre sí, para unirlos a Dios; debe unir las inteligencias en la verdad, los corazones en la caridad.
Debe poseer ésta fuerza unitiva que hace de todo el género humano una sola sociedad. Una religión que divide no puede venir de Dios.

Pues bien, sólo la Iglesia Católica presenta, en su universalidad, la perfecta unidad de las inteligencias por la profesión de una misma fe, la unidad de las voluntades por la sumisión de todos los fieles al mismo supremo Jerarca, y la unidad de los corazones en una misma esperanza y en un mismo amor.
Hemos explicado anteriormente esta unidad y esta universalidad de la Iglesia Católica.

5º Inmutable estabilidad de la Iglesia.

Jesucristo dijo un día a Simón Pedro:
“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno jamás prevalecerán contra Ella”.

¡Extraña promesa! Un hombre que no tiene dónde reclinar su cabeza elige a un pobre pescador para fundador y soberano de un Imperio inmenso e imperecedero.

Pedro sale de Jerusalén con su cruz de madera, fija su permanencia en Roma y la hace capital de un Imperio que subsiste hace más de diecinueve siglos, en medio de todas las revoluciones del globo y a pesar de los esfuerzos del mundo y del infierno conjurados para destruirlo.

¿Cuál es, pues, el secreto de este poder maravilloso y de esta asombrosa duración? Pedro no tenía ejércitos; su sucesor tampoco los tiene: es un anciano débil y sin defensa.

Y sin embargo, según atestigua la historia, los más poderosos emperadores se lanzaron sobre él con todas sus fuerzas y fueron venidos: Cayeron, y el sucesor de Pedro quedó en pie; él está en Roma, donde lo enviara Jesucristo; allí está con su cruz, allí reina y dicta leyes a más de cuatrocientos millones de Católicos y, cuando habla, su voz repercute en todo el universo.

No es esto todo. Lo que es humano participa de la debilidad e inconstancia del hombre. Las opiniones, las modas, las costumbres, las formas de gobierno, todo eso es inestable, es una rueda que gira sin cesar.
Pero en medio de todas estas vicisitudes, una sola cosa subsiste inmutable:
La Iglesia Católica. Ella no varía, no se modifica, no envejece, no muere, permanece siempre la misma.

Todo hombre sensato, en presencia de este espectáculo, se ve forzado a exclamar: ¡Esto es divino!

VI. NUESTROS DEBERES PARA CON LA IGLESIA.

Jesucristo dio a su Iglesia una triple autoridad:

1° Una autoridad doctrinal para enseñar las verdades reveladas.

2° Una autoridad pastoral para gobernar a los hombres y dirigirlos hacia el cielo.

3° Una autoridad sacerdotal para purificarlos de sus pecados, santificarlos y hacerlos dignos de la visión beatífica de Dios.

De ahí tres grandes deberes que cumplir con la Iglesia:

1º Debemos creer en las enseñanzas de la Iglesia.

La sumisión a la autoridad doctrinal de la Iglesia Católica es la única verdadera regla de fe, es decir, el único medio infalible para saber lo que hay que creer y lo que hay que obrar.
No es potestativo de cada uno fabricarse una religión a su gusto, ni elegir lo que más le agrade en la verdadera religión dejando aparte lo demás.

No es el servidor, sino el señor quien debe mandar. El hombre, criatura de Dios, debe servir a su Señor de la manera que Él quiere ser servido. Es así que la Iglesia Católica está encargada por Dios de enseñarnos la verdadera religión.
Luego, es preciso creer en la Iglesia. Todo Católico cree todas las verdades que Dios nos enseña por su Iglesia; de lo contrario, ya no es Católico.

N. B. La enseñanza, de la Iglesia viene del mismo Dios; creemos las verdades de la religión porque son reveladas por Dios, que es la verdad misma, y no puede engañarse ni engañarnos.
La ciencia y la veracidad de Dios son el motivo de nuestra fe y la razón última de nuestra creencia. La Iglesia es solamente el instrumento de Dios para enseñarnos las verdades divinas.

2º Debemos obedecer los preceptos de la Iglesia.

Los cristianos están estrictamente obligados a obedecer las leyes de la Iglesia, porque quien desobedece a la Iglesia desobedece a Jesucristo mismo; por consiguiente, los preceptos de la Iglesia obligan como los mandamientos de Dios, puesto que emanan de la misma autoridad.

3º Debemos recibir los Sacramentos de la Iglesia y tomar parte en el culto católico.

Sin la Gracia santificante nos es imposible entrar en el cielo; pero sólo mediante los Sacramentos y la oración podemos obtener este don divino de las gracias actuales, necesarias para huir del mal y practicar el bien. Amén.

Apéndice 3° parte; Compendio de la Doctrina Cristiana, el 14 de Julio.


Dios es la fuente de todos los bienes, el hombre es el pobre necesitado que no posee nada por sí mismo;
por consiguiente, debe pedirlo todo a Dios.
El hombre tiene el deber de pedir, de suplicar a Dios.
De ahí el gran deber de la oración.